Algunos debates presidenciales pueden cambiar el futuro resultado electoral. Con la participación de Claudia Sheinbaum, Xóchitl Gálvez y Jorge Álvarez Máynez, el primer debate presidencial, celebrado el pasado 7 de abril, iba a ser una oportunidad para que las y los votantes evaluaran directamente las propuestas y capacidades de liderazgo de quienes buscan la presidencia. Sin embargo, no fue así: un debate aburrido, entrecortado, en el que las tres personas dieron poco de sí, difícilmente podrá influir en la decisión de los votantes.
Contrario a lo que se llega a pensar, los debates no son meras formalidades, sino eventos capaces de remodelar las percepciones de los votantes, particularmente entre personas indecisas o poco comprometidas. Estos segmentos del electorado, al estar más abiertos a la persuasión, pueden ser influenciados por actuaciones destacadas en los debates o por errores notables.
La transformación en el sentimiento de la o el votante a menudo depende más del comportamiento de las candidaturas y de sus actuaciones en los debates que de los detalles específicos de sus propuestas de política. Esto resalta el aspecto teatral de las campañas políticas, donde el estilo a veces puede superar a la sustancia en la influencia sobre la opinión pública.
El impacto de los debates presidenciales en las intenciones de voto depende, por supuesto, de varios factores. Los debates realizados en las etapas iniciales del proceso electoral, por ejemplo, tienen más peso en influir en las opiniones, sirviendo como una introducción crítica a las candidaturas. El nivel de familiaridad de las y los votantes con quienes se postulan también juega un papel crucial; las personas menos conocidas pueden ganar o perder terreno en función de su desempeño en los debates. Momentos de alto impacto dentro de los debates, ya sean actuaciones sobresalientes o grandes errores, pueden cambiar marcadamente las opiniones de los votantes.
Además, el contexto político y social más amplio, el contenido y enfoque del debate, y el compromiso político de la audiencia contribuyen al efecto general de los debates en la opinión pública. Estos elementos se combinan para crear un ambiente complejo, en el cual estos ejercicios pueden influir significativamente en el proceso electoral.
Así fue desde el primer debate televisado en la historia, entre Kennedy y Nixon (en 1960), que mostró al mundo no sólo el poder de las palabras, sino de la elocuencia no verbal de la apariencia y el comportamiento. Kennedy, joven y carismático, encarnaba confianza y encanto, mientras que Nixon, enfermo y no preparado para el nuevo (entonces) medio visual, inadvertidamente estableció la primera regla de los debates políticos modernos: la percepción es la realidad.
Las miradas al reloj de George Bush (¿cuándo terminará esta tortura?) contribuyeron a la victoria de Bill Clinton en 1992, mientras que los desesperantes suspiros de Al Gore facilitaron el posicionamiento de George W. Bush en 2000.
En México también hemos tenido debates relevantes. Por ejemplo, la participación hábil de Vicente Fox en el debate contribuyó a fortalecer su imagen ante la ciudadanía. En las elecciones de 2006, la decisión de Andrés Manuel López Obrador de no participar en el primer debate generó fuertes controversias que, sin duda, impactaron la percepción de las y los votantes sobre el candidato. Su estrategia de participación activa en 2018, en cambio, mejoró su imagen y convenció a un importante número de votantes.
Los debates, sin duda, impactaron al exponer las vulnerabilidades del discurso en vivo, sin guion. Los deslices, errores y momentos de desconexión han definido carreras, sirviendo como señales de advertencia para las y los votantes.
Los debates deben ser algo más que meros rituales políticos. Para que así sea, es indispensable que levantemos las protecciones a las candidaturas que se enfrentan en una elección y en un debate, y busquemos formatos más confrontativos, más fluidos y más interesantes. Todo lo opuesto al espectáculo que presenciamos el domingo 7 de abril en el primer debate de este proceso electoral.
La producción fue deficiente, desde el diseño del escenario, por la calidad del audio, hasta los errores —inaceptables en el contexto de polarización, desconfianza y obsesión con la equidad— en la medición del tiempo del que disponían el y las participantes. Se pretendió abarcar demasiados temas, con demasiadas preguntas (bastante) específicas, limitando el tiempo para la presentación de las posturas sobre los temas abordados en cada bloque. La rigidez del formato y de la medición del tiempo no permitía un diálogo ni un verdadero contraste de las ideas.
¿Quién ganó este desafortunado ejercicio? Las y el candidato llegaron al debate con objetivos distintos. Para Claudia Sheinbaum, la puntera en las encuestas, el propósito fue no caer en provocaciones y mantenerse en el discurso. Lo ha logrado, a pesar de no contestar a las preguntas ni a los ataques, de haber mostrado actitudes autoritarias y desprecio a ciertos temas, incluyendo el feminismo. Sheinbaum ganó, al no perder —la compostura, el hilo de su discurso, ni una oportunidad para reiterar que la candidata opositora es postulada por el PRI.
Xóchitl Gálvez estuvo obligada a atacar, a mostrar debilidades de la candidata oficialista, a mostrarse presidenciable y a mostrar un proyecto de la Nación distinto y atractivo para la ciudadanía. No lo logró. Durante la mayor parte del debate se vio nerviosa, titubeante, desconcertada. Su tarea fue, sin duda, la más difícil y no pudo (o no supo) cumplirla. Si bien asestó algunos golpes, éstos no fueron contundentes; con excepción de las telenovelescas expresiones “dama de hielo”, “eres fría, no tienes corazón” y la bandera nacional “volteada en señal de protesta” por la situación del país, no dejó nada memorable.
Jorge Álvarez Máynez pasará a la historia de los debates por su inquietante sonrisa, mas no por la capacidad de colocarse como un elemento disruptivo de la contienda.
En general, el ejercicio resultó decepcionante. El constante golpeteo, pero sin nocaut, no dejó un claro ganador y no alterará las preferencias electorales. Los aciertos y los errores no tuvieron peso suficiente para cambiar las tendencias, ni para incrementar el interés ciudadano en el proceso electoral.
Nadie ganó, perdimos todos.