Durham, Carolina del Norte (Proceso).- Es extrañamente apropiado que Henry Kissinger haya muerto en el año en que se conmemora el aniversario del golpe militar de 1973 que derrocó al presidente Salvador Allende y puso fin a la fascinante tentativa chilena de crear, por primera vez en la historia, una sociedad socialista sin recurrir a la violencia.
Como asesor de seguridad nacional de Richard Nixon, Kissinger se opuso ferozmente a Allende y desestabilizó a su gobierno democráticamente electo, por todos los medios posibles, porque consideraba que, si nuestra revolución pacífica tenía éxito, se vería afectada la hegemonía norteamericana. Temía, dijo, que el ejemplo se extendiera y afectara el equilibrio mundial del poder.
Pero Kissinger no sólo fomentó activamente el derrocamiento violento de un líder extranjero elegido por una nación soberana y un pueblo libre, sino que también apoyó posteriormente el régimen homicida del general Augusto Pinochet, una adhesión que no tomó en cuenta que la dictadura violaba masivamente los derechos humanos de sus ciudadanos, cuya manifestación más brutal fue la práctica cruel y aterradora de “desaparecer” a los opositores.
Es en aquellos “desaparecidos” en los que pienso ahora, mientras a Kissinger lo agasajan la desvergonzada élite bipartidista de Washington. Cincuenta años después del golpe de Estado en Chile, todavía no sabemos el paradero final de mil 162 hombres y mujeres, todavía sus cuerpos no han sido velados por sus familiares. El contraste es revelador y significativo: mientras que Kissinger tendrá un funeral memorable, probablemente majestuoso, muchas víctimas de su “realpolitik” aún no encuentran un pequeño sitio en la tierra donde puedan ser enterradas.
Si mis primeros pensamientos, cuando escuché la noticia de la partida de Kissinger del planeta que despojó y deshonró, se llenaron de las memorias de mis compatriotas chilenos desaparecidos -varios de ellos, queridos amigos-, pronto me vino a la mente un aluvión de otros damnificados: innumerables difuntos, heridos y desaparecidos, en Vietnam y Camboya, en Timor Oriental y Chipre, en Uruguay y Argentina. Y recordé también a los kurdos que Kissinger traicionó, y al régimen del apartheid en Sudáfrica que robusteció, y a los muertos de Bangladesh a los que menospreció.
Siempre soñé que llegaría un día en que Kissinger tendría que comparecer ante un tribunal de justicia y responder por sus crímenes contra la humanidad.
Estuvo a punto de suceder. En mayo del 2001, estando alojado en el Hotel Ritz de París, Kissinger fue citado a comparecer ante el juez francés Roger Le Loire para que respondiera a preguntas relativas a cinco ciudadanos galos que “desaparecieron” durante la dictadura de Pinochet. Sin embargo, en vez de aprovechar esa ocasión para limpiar su nombre y reputación, Kissinger huyó inmediatamente de Francia. Y París no fue la única ciudad de la que se fugó en ese año 2001. También escapó de Londres cuando Baltasar Garzón solicitó que la Interpol detuviera al exsecretario de Estado de Estados Unidos para que declarara en el proceso a Pinochet (bajo arresto domiciliario en esa misma ciudad). Tampoco Kissinger se dignó a responder al juez argentino Rodolfo Corral acerca de su participación en la tristemente célebre “Operación Cóndor” o al juez chileno Juan Guzmán sobre el conocimiento que este “anciano estadista” podría tener sobre el asesinato del ciudadano estadounidense Charles Horman por los secuaces de Pinochet en los días inmediatamente posteriores al golpe (un caso que inspiró la película de Costa Gavras, “Missing”).
Y, sin embargo, seguí alimentando ese sueño imposible: Kissinger en el banquillo de los acusados, Kissinger rindiendo cuentas por tanto sufrimiento. Un sueño que, inevitablemente, debe desvanecerse con su muerte.
Razón de más para que ese juicio ocurra en el tribunal de la opinión pública, adentro de estas palabras llenas de pena que ahora mismo estoy escribiendo. Los desaparecidos de Chile, los muertos olvidados de todas esas naciones que Kissinger devastó con sus estrategias despiadadas, claman por justicia o al menos por ese simulacro de justicia que se llama memoria.
Y por eso, a pesar de cómo se supone que uno debe reaccionar cuando alguien muere, no deseo que Kissinger descanse en paz. Espero, por el contrario, que los fantasmas de esas multitudes a las que dañó irremediablemente perturben su funeral y ronden su futuro. Que ocurra esa perturbación espectral depende, por supuesto, de nosotros, los vivos, depende de la voluntad de la humanidad de escuchar las remotas voces silenciadas de las víctimas de Kissinger en medio del estruendo y el diluvio de alabanzas y elogios, depende de nosotros nunca olvidar.
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Ariel Dorfman es autor de “La muerte y la doncella” y, más recientemente, de “Allende y el museo del suicidio”, una novela que investiga la muerte de Salvador Allende.