El legado nocivo de Andrés Manuel López Obrador es la suma de cinismo, felonía y corrupción impune; disfrazadas de “cuarta transformación de la vida pública de México”. Dicho concepto y su ubicación al nivel de la Independencia, la Reforma y la Revolución como si se tratara de un acontecimiento consumado antes de iniciarse, es resultado de una invención megalómana que ha dado sustento retórico al sexenio que está por terminar.
El significado verdadero de la supuesta transformación, así como la evaluación de sus resultados concretos se han difuminado en la somnolencia de una narrativa demagógica repetida porfiadamente desde Palacio Nacional durante seis años.
El culto a la personalidad impuesto mediante la tiranía de la propaganda fue la prioridad y el mayor éxito del supremo impostor. Hipocresía hecha gobierno.
En un amplio sector del pueblo bueno, la locuacidad del prócer cuatroteísta ha tenido un efecto hipnótico, mientras en un extenso grupo de ciudadanos produjo un pasmo que poco a poco se fue convirtiendo en rechazo e indignación.
Hoy, a unos días de la elección más grande y definitoria de la nación, el demagogo y su candidata basan su oferta de campaña en la continuación de dicha entelequia. Se habla de “construir el segundo piso de la cuarta transformación”, empresa riesgosa si consideramos que el primero fue edificado en un pantano.
¿En qué ámbitos y con qué efectos se ha “transformado la vida pública”? ¿Se abatió la corrupción? ¿Se logró una reducción sustancial de la pobreza y la miseria? ¿Se redujo realmente la desigualdad social? ¿Se combatió eficazmente a la violencia y el crimen organizado? ¿Se planearon con rigor las grandes obras de infraestructura?
Todas estas interrogantes tienen una respuesta negativa fundada en abundante evidencia empírica, lo cual indica que no hubo tal transformación sino un costoso fracaso del presidente embaucador.
¿Cuáles son las causas y las consecuencias de la militarización? ¿Cuál fue el propósito de asfixiar las instituciones democráticas del país? ¿Qué consecuencias tendrá el involucramiento del presidente en la campaña de su ungida, que ha cancelado la imparcialidad, neutralidad y equidad de la contienda del 2 de junio?
Tampoco esas preguntas han sido ni serán respondidas porque revelan los aspectos más oscuros de la gestación de una autocracia militarizada fundada en la opacidad, fuente de corrupción a gran escala y de presunta complicidad con los cárteles del narco que dominan más de una tercera parte del territorio nacional.
La agresión contra el INE, el Tribunal Electoral, el INAI y la Suprema Corte de Justicia con el fin de cancelar su autonomía e independencia constitucional, no tiene precedente e implica una inadmisible regresión autoritaria.
La reiterada violación de la Constitución y las leyes electorales por parte del histrión presidente y su gobierno constituyen delitos graves que son sancionados con prisión preventiva oficiosa y podrían ser causales de impugnación, nulidad e incluso invalidez de la elección.
Lo que realmente sufrimos durante este fallido y podrido sexenio fue un zangoloteo, acaso merecido, después de la larga noche de la dictadura perfecta.
Afortunadamente, ello tuvo un efecto inesperado y extraordinario: el despertar de una ciudadanía comprometida con la defensa de las instituciones, así como de los valores que sustentan a la democracia constitucional:
Las libertades y los derechos humanos, la justicia, el respeto a la legalidad y la igualdad ante la ley; el pluralismo y la tolerancia; la solidaridad, la fraternidad y la paz; la civilidad democrática, la honestidad y la honradez; la racionalidad abierta a la crítica y la rectificación, la disposición al diálogo y la negociación, la soberanía, la separación de poderes, así como la ética de la responsabilidad.
Al mismo tiempo, ha de repudiarse el autoritarismo, la arbitrariedad y el abuso del poder; la transgresión de la legalidad, el uso faccioso de la justicia y la polarización perniciosa; el fanatismo, la intolerancia y el dogmatismo; el insulto, la calumnia y la infamia.
El mandatario ha ofrecido que estas elecciones serán limpias, libres y pacíficas. Ya no lo fueron. Lejos de una integridad electoral ha imperado la suciedad electiva, la coacción del voto mediante los “servidores de la nación” y el uso de recursos públicos con fines clientelares y proselitistas. Estamos frente al proceso electoral más sangriento y violento de la historia reciente.
Deseamos y exigimos que, en efecto, el gobierno garantice que los comicios del 2 de junio se realicen en paz. Esperaríamos que el Ejecutivo en funciones y su candidata respetaran el resultado de la elección en el caso de que les resultara desfavorable. Pero a eso no se han comprometido ni lo harán. La prioridad del mandatario es garantizar la impunidad transexenal para él y sus protegidos.
Mi hipótesis sobre la estrategia para revertir la probable victoria de la candidata de la oposición en las urnas la esbocé en mi colaboración anterior (Corrupción electoral a la vista, Aristegui Noticias, 8/V/2024).
Si el triunfo correspondiera a la candidata del oficialismo por un porcentaje del 6% o mayor, y se alcanzara la mayoría calificada en el Congreso se podría modificar la Constitución para implantar el Plan C, lo que implicaría acabar con el INE y con el INAHI, cancelar la independencia de la Suprema Corte, suprimir la separación de poderes, e implantar la la hegemonía de Morena, eliminando la representación proporcional, el pluralismo y la posibilidad de que las minorías se conviertan en mayoría.
Habría culminado el nuevo régimen anhelado por la 4T: una autocracia militarizada de partido hegemónico, elevada a rango constitucional. Una regresión política de ocho décadas. Evitémoslo, votemos a favor del rescate y consolidación de la democracia mexicana.
Si la victoria de la abanderada de Morena fuese de 5% o menor, la elección sería impugnada con sólidos argumentos por la oposición. El mandatario combatiría dicha impugnación por la vía legal y extra jurídica llamándola “golpe de estado técnico”; convocaría a una movilización masiva a nivel nacional con el fin de intimidar a los consejeras y consejeros del Instituto Nacional Electoral, así como a los magistradas y magistrados de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Hasta ahora, dicha Sala sigue contando con solo cinco miembros en lugar de los siete que mandata la Constitución o los seis que exige la Ley Orgánica del TEPJF para calificar la elección presidencial. La corrupción electoral está a la vista.
Si fuera declarada la validez de la elección en favor de la candidata de Morena, pero sin que su coalición hubiera obtenido la mayoría calificada en el Congreso, el Plan C impuesto por el mandatario saliente no sería aprobado por los legisladores.
Surgiría entonces la duda de si la nueva mandataria seguiría mostrando total sumisión ante el poder de su mentor como lo ha hecho hasta ahora, o si intentaría consolidar la autoridad propia de su investidura. Si ese fuera el caso, ¿cuáles serían “los ajustes necesarios que las circunstancias exigen” para dar continuidad a la 4T, como se mencionó en el encuentro con intelectuales?
Deshacerse de la herencia envenenada del obradorato es un imperativo para quien resulte victoriosa en las elecciones del 2 de junio. Deben rechazarse de inmediato la mendacidad y la bajeza que han dado sustento a este gobierno, así como subsanar la polarización radical e irracional que ha provocado en la sociedad mexicana. Se requerirá tiempo y voluntad política superar el legado negativo del demagogo.
Ambas candidatas desearían que el ex presidente cumpliera su promesa de retirase a Palenque para alejarse de la política. Todo el país lo aplaudiría. Rancho es destino, señor López Obrador.