El pasado 27 de febrero de 2024 fueron asesinados Miguel Ángel Zavala Reyes y Armando Pérez Luna, ambos precandidatos a la presidencia municipal de Maravatío, Michoacán. Se trata de un municipio de aproximadamente 90 mil habitantes, ubicado en el norte de su estado y haciendo frontera con el estado de Guanajuato, que concentra el mayor número absoluto de homicidios entre 2018 y lo que va de 2024.
Más allá de lo que se ha publicado al respecto, y de la posición expresada por las autoridades de la Fiscalía de Michoacán, respecto de la posible participación del crimen organizado en ambas ejecuciones, lo que queda es la severa amenaza que este tipo de eventos representan para la democracia en nuestro país; porque ante la impunidad y en un contexto de presencia territorial generalizada de la delincuencia, el azoro se da no sólo por el hecho en cuanto tal, sino también porque la pregunta que surge es si veremos más eventos de esta naturaleza en los próximos tres meses.
Debe subrayarse que la participación del crimen organizado en los procesos electorales, en cualquier nivel, constituye un veto de facto, que supera ya el universo de lo “meramente local”; y que antes bien representa ya no sólo un veto a ciertos personajes o partidos políticos en determinadas regiones, sino a la propia democracia tal como se entiende en el texto constitucional y legal.
El testimonio dado por el presidente de Colombia, Gustavo Petro, en la pasada Conferencia Latinoamericana y del Caribe sobre Drogas, relativo a que los senadores de su país participaban en la elaboración de leyes, mientras que por las noches departían con los principales capos de la droga; al grado que incluso el delincuente Pablo Escobar llegó a ser representante popular suplente en aquel país.
En su alocución, el mandatario añadió que, de continuar por la ruta que vamos, podría darse la muerte de la democracia en nuestro continente, debido a la amenaza e influencia perniciosa de los grupos criminales en las estructuras de nuestras instituciones.
Esa posición no es menor y debe llamar fuertemente la atención sobre lo que pasa en México, porque podríamos enfrentar la paradoja de una “democracia delincuencial”, en el sentido de que el crimen organizado podría, dado su poder y recursos, incrementar el nivel del veto político y seguir avanzando en la capacidad de postular a sus empleados a cargos de gobierno de todos los niveles, así como a representantes populares, a sabiendas de que gozan de fuero constitucional.
Sólo en enero de 2024, el conteo denominado “Votar entre balas”, de la organización Data Cívica, se registraron 36 eventos de violencia político electoral en el país. Entre esos eventos se cuentan asesinatos, ataques armados y amenazas en contra de personas que son funcionarias y funcionarios públicos, pero también precandidatos a cargos de elección popular.
Si se compara el dato de enero de 2024 frente al del 2023, la buena noticia es que hay una reducción porcentual de 40% en el número de eventos de violencia política. Sin embargo, es aún muy pronto para pensar que la tendencia se mantendrá así hasta el dos de junio, pues lo que se ha visto en el mes de febrero apunta más bien, de manera lamentable y preocupante, a un posible incremento de eventos de esa naturaleza.
Por otro lado, la reacción de las autoridades en todos los niveles no ha variado respecto de lo que se ha visto en toda la administración del presidente López Obrador. Por el contrario, aún frente a los atentados en contra de elementos de las fuerzas armadas, su comandante supremo se ha limitado a expresar que lamenta esos ataques, pero que mantendrá su estrategia hasta el último día de su mandato.
En todo este contexto, estamos pues ante el riesgo de una nueva y atípica forma de democracia disfuncional; tomada y secuestrada, por un lado, por los grupos delincuenciales; y por el otro, cuestionada severamente por la ciudadanía ante los malos resultados en términos de generación de bienestar y vida digna para una mayoría agobiada por las necesidades y la dureza del día a día.
El complejo industrial-militar que se ha construido en los últimos seis años, también constituye un riesgo para la institucionalidad democrática del país; pues por una parte, ha habido un sector del Ejército que se ha incorporado a un mundo de negocios que no excluye la exposición permanente ante intentos de sobornos y compra de voluntades de parte de los intereses que están en juego en esos negocios y que representan miles de millones de pesos.
Peor aún, sorprende que, a pesar de que se le entregó a las fuerzas castrenses la administración de aduanas y puertos, se siguen teniendo todos los días noticias de que el tráfico de estupefacientes no se reduce, y que incluso habría la posibilidad de un relevante incremento de los tráficos ilícitos. El mensaje es, en ese sentido, deplorable, porque si ni con la presencia de la Marina Armada de México en esos espacios se ha logrado una reducción significativa de las actividades delictivas, ¿quién y cómo entonces lo va a lograr?
Urge construir una democracia sólida; pero eso sólo puede darse en un contexto de inteligencias dialogantes, dispuestas a construir proyectos de largo aliento, sustentados en el consenso, y bajo una estricta lógica de trabajo en aras de garantizar el cumplimiento universal de los derechos humanos porque esa es la condición necesariamente indispensable para construir una democracia perdurable para nuestro país.
Si tenemos un reto de gran magnitud para los próximos tres meses, es precisamente conseguir que el veto de la delincuencia organizada no se imponga y que demos un paso decisivo hacia el restablecimiento de la paz, el orden y la legalidad.
Investigador del PUED-UNAM