CIUDAD DE MÉXICO (apro).-López Obrador se dice admirador de Gandhi. Por desgracia, nunca lo leyó. Lo poco que sabe de él le viene de oídas y se redujo a ciertas formas de la resistencia civil no-violenta que puso en práctica varias veces, desde el “Éxodo por la democracia” en 1991, hasta el “plantón” de la avenida Reforma en 2006, pasando por la toma de pozos petroleros de Tabasco en 1996. Parecía entonces haber entendido, al menos de manera intuitiva, la íntima relación entre medios y fines que era fundamental para el Mahatma: “Su mayor equivocación –escribió durante los procesos de independencia– es creer que no hay ninguna relación entre el fin y los medios. Esa equivocación ha hecho cometer crímenes innumerables a gente que era considerada buena. Es como pretender que de una mala hierba puede brotar una rosa. El único medio adecuado para atravesar el océano es tomar un barco. Si, en su lugar, toman un coche, no tardarán en hundirse […] Los medios son como la semilla y el fin es como el árbol. Entre el fin y los medios hay una relación tan ineludible como entre el árbol y la semilla […] Se recoge exactamente lo que se siembra”.
Manteniendo esa íntima relación, Gandhi logró la independencia de la India. López Obrador, llegar al poder. Por desgracia, una vez en posesión de él traicionó, como ha traicionado todo. ¿Olvidó el fondo de la enseñanza gandhiana? No, simplemente no estaba interesado en ella, sino en la eficacia de su método. El “Éxodo por la democracia” (25 de noviembre de 1991), no nació de una seria y meditada lectura de Gandhi. Fue una copia de la Marcha de la Dignidad, que Salvador Nava encabezó tres meses antes, el 18 de agosto de 1991, bajo los consejos de un hombre que conoce el gandhismo en profundidad, el poeta Tomás Calvillo. En cuanto a la resistencia no-violenta, que concluyó con la toma de los pozos petroleros en Tabasco, le vino de Rafael Landerreche, otro profundo gandhiano que terminó sus días sirviendo a la comunidad indígena de Acteal en 2018 y que entonces lo acompañaba. Lo que López Obrador hizo después fue repetir, sin comprender, ambas fórmulas.
López Obrador jamás entendió o quiso entender que el gandhismo es la negación del poder. Gandhi siempre lo rechazó. Después de la independencia de la India se mantuvo en su ashram como autoridad moral. Tampoco el doctor Nava. Su Marcha por la Dignidad –una defensa de la democracia–concluyó con la destitución de Fausto Zapata de la gubernatura de San Luis Potosí, a la que había llegado fraudulentamente. No reclamó su derecho a sustituirlo como gobernador legítimo. Se retiró a su casa donde, como un referente de la democracia, murió de cáncer en 1992. El propio Rafael Landerreche no inspiró a López Obrador la resistencia no violenta de Tabasco porque deseaba verlo en el poder, sino porque el fin que entonces buscaban era dignificar a los campesinos chontales afectados en sus formas de vida por los pozos de Pemex.
El poder es ajeno al espíritu gandhiano. Su relación entre los medios y los fines no es una simple arma de lucha, como muchos, como López Obrador, la entienden, sino una profunda pedagogía, cuyo fin es crear una especie de anarquía ilustrada que llamó Swaraj: la autarquía que sólo es posible mediante la independencia de las personas y la construcción de comunidades, de las que Gandhi y sus ashram fueron ejemplo. Sabía que el poder, lejos de propiciar el Swaraj, lo inhibe hasta destruir sus bases, como lo había hecho el poder inglés con las aldeas indias.
López Obrador no sólo lo ignoró. Su fin nunca fue la construcción de esas autarquías, que las comunidades zapatistas y la indígena de Acteal expresan bien, sino el poder. Usó medios legítimos para un fin equivocado. Por ello, una vez que lo obtuvo, mostró lo que realmente es: un oportunista político capaz de usar todo, incluso los medios más dignos y los ideales más hermosos para los fines más deleznables: dominar en nombre de una abstracción sin rostro que llama “Transformación”. Una vez en el poder e incapaz, por lo mismo, de una relación correcta entre medios y fines, López Obrador ha recurrido a la violencia, la traición, la persecución, la mentira, el infundio y el caos.
Si a alguien se parece no es a Gandhi, sino, además de al Ricardo III de Shakespeare, a Nechaiev, el padre del nihilismo político, que inspiró a Dostoievski su novela Los demonios. Unas citas, entre muchas, de su Catecismo revolucionario lo describen: “El revolucionario desprecia la opinión pública […] Para él lo moral es lo que facilita el triunfo de la revolución y lo inmoral y criminal lo que la contraría”. “El revolucionario ha sacrificado su vida, por lo tanto, ya no se pertenece. No tienen ningún miramiento hacia el Estado, principalmente, ni hacia la clase cultivada de la sociedad”. “El revolucionario, duro consigo mismo, debe serlo con los demás. Simpatías o sentimientos que podrían reblandecerlo y que nacen de la familia, la amistad, el amor o el agradecimiento, deben ser ahogados por la única y fría pasión de la obra revolucionaria”.
Por desgracia, la oposición, en su desesperación por arrancarle el poder, se ha ido contaminado de lo mismo. Su uso de lo que queda de una resistencia no-violenta –las marchas en defensa del INE y de la democracia– ha cedido paso al odio, al epíteto soez, a la polarización y al reduccionismo simplista que cree que todo se resolverá cambiando de dueño. Ese encono, esa separación entre medios y fines, que alcanzó a la oposición, aumentará conforme se acerquen las elecciones. La lucha por la democracia en México está lejos de “esa democracia disciplinada e ilustrada” que tanto amaba Gandhi y cuya finalidad era el Swaraj. Contaminada de ceguera y violencia sólo podrá desembocar en lo que López Obrador ha sembrado: el caos que acabará por sepultarla.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.