Hace diez años tuve la oportunidad de escribir un cuaderno de divulgación auspiciado por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Se trataba de un ejercicio reflexivo y explicativo sobre las cuotas de género, mecanismos que en aquel momento acababan de permitir que la presencia de las mujeres en las dos cámaras del Congreso federal alcanzara 37% (estuvimos todavía en la época previa a la adopción de la paridad).
La efectividad de las cuotas parecía ser más que evidente y quienes sosteníamos un compromiso con la igualdad de género celebrábamos sus resultados, reconociendo cómo la sincronía entre las autoridades electorales, los movimientos de las mujeres y las autoridades electorales han permitido romper las barreras y lograr cada vez mayor presencia de las mujeres en los órganos legislativos. Los éxitos celebrados en México estaban acompañados por avances en otros países de la región, pues cada vez más países avanzaban en la ruta de las cuotas e, inclusive, de la paridad.
En efecto, las cuotas de género han representado —en México y en América Latina— un paso significativo hacia la igualdad de género en la política, al asegurar una representación de mujeres en cargos de elección y en listas electorales. Han demostrado ser una herramienta efectiva para aumentar la presencia femenina en los congresos y otras instituciones, contribuyendo a visibilizar las capacidades de liderazgo de las mujeres y promover un cambio cultural hacia la aceptación de la igualdad de género en la esfera política.
Sin embargo, la igualdad de género abarca mucho más que la representación numérica en los cargos públicos. Incluye la igualdad de oportunidades, derechos y acceso a recursos en todos los aspectos de la vida social, económica y privada, en la educación y en la cultura. Implica vivir libres de violencia, gozando de autonomía plena, pudiendo tomar decisiones independientes sobre su propio cuerpo y el destino que las mujeres quieren elegir.
En este sentido, las cuotas de género han sido una medida necesaria, pero no suficiente para lograr la igualdad de género plena. Aunque contribuyeron a asegurar la representación de mujeres, ésta no se ha traducido en políticas públicas encaminadas a eliminar todas las barreras sistémicas, culturales y estructurales que impiden la igualdad plena.
Avanzamos hacia la paridad —aprobada a nivel constitucional en 2014 para la postulación de las candidaturas y en 2019 para la integración de todas las instituciones públicas, de los tres órdenes y niveles de gobierno— con renovadas esperanzas de que la presencia igualitaria de las mujeres y hombres permitirá las transformaciones tan necesarias para la igualdad. Nuevamente, no ha sido así. La paridad tampoco resultó ser suficiente.
Si bien cuando las mujeres tienen más escaños, obtienen mayores posibilidades de influir en las relaciones y dinámicas existentes al interior de los órganos legislativos, esto no ha sido suficiente para transformar las relaciones generizadas al interior de los congresos ni para impulsar las políticas públicas transformadoras. Las estructuras patriarcales resultan resistentes a los cambios y a la influencia de las mujeres en la organización, dinámica y ejercicio del poder al interior de los legislativos. Las violencias que experimentan las mujeres en los cargos políticos les impiden ejercerlos de manera libre y plena, de abanderar las agendas que consideran relevantes.
Además, los avances en el acceso de las mujeres en la política no van acompañados de una mejora en la vida de las mujeres. Los datos de diversos organismos que analizan la desigualdad en nuestra sociedad (INEGI, ONU Mujeres, IMCO, entre otros) evidencian enormes niveles de violencia (con once feminicidios, seis desapariciones y 248 violaciones cometidos cada día), desigualdades en la participación económica (con participación laboral de mujeres en tan sólo 53%, brecha salarial de 33%), autonomía financiera (25% de las mujeres no tiene ingresos propios) y una enorme carga de cuidados (las mujeres dedican 40 horas semanales a los cuidados y atención del hogar, 24 horas más que los hombres). Las mujeres están afectadas, en mayor medida que los varones, por la discriminación y estereotipos de género persistentes, el acceso desigual a la educación y la atención sanitaria, los estragos generados por el cambio climático y la militarización.
La paridad, sin duda, es un componente crítico para avanzar hacia la igualdad de género en la representación política. Sin embargo, así como el voto no fue suficiente para que las mujeres accedieran al poder, las cuotas y la paridad no son suficientes para lograr igualdad de género plena y en todos los ámbitos de nuestras vidas. Necesitamos de acciones concretas del Estado, de políticas públicas transformadoras que logren erradicar la violencia, fomenten los empleos de calidad para las mujeres, permitan la conciliación laboral y familiar, construyan una educación no sexista, garanticen la autonomía corporal de las mujeres a través del acceso a la educación sexual y al aborto libre y seguro.
Necesitamos avanzar hacia la construcción de una democracia paritaria, en la que las mujeres no sólo tengan la capacidad de gobernar y realizar las demandas e intereses que lleven al espacio público, sino que puedan vivir sus vidas en libertad, con autonomía y en igualdad de condiciones con los varones.
Para que esto sea posible, tenemos que recordar que la paridad no es una mera cuestión de números, sino que va mucho más allá de los cargos y elecciones, que requiere avanzar hacia la aprobación de las políticas públicas que transformen a nuestra sociedad y favorezcan la igualdad de género plena.