Por Alberto Vizcarra Ozuna
En octubre del año entrante estará concluyendo la presidencia de Andrés Manuel López Obrador. Estamos en el atardecer de un sexenio, que en su amanecer prometió liberar a México de las políticas económicas neoliberales. Pero en el transcurrir del sexenio el presidente abundó en la banalización del término neoliberal, lo despojó de sus significados macroeconómicos y lo redujo al sinónimo de la corrupción administrativa de los gobiernos del PRI y el PAN.
Un ardid retórico para encubrir el sometimiento de su gobierno a tales políticas macroeconómicas. Con su discurso hace descender la discusión nacional a la identificación de la corrupción como la fuente de todos los males. El extremo fue cuando soltó aquella perla que podría guardarse como la sentencia de su sexenio:
Sin corrupción, hasta el neoliberalismo es bueno.
Simplificación populista para acercarse al pueblo y al mismo tiempo hacerle un guiño de ojo a los poderes financieros privados angloamericanos que le han impuesto a México -por cuatro décadas- los preceptos neoliberales, acentuando la desindustrialización, con crecientes tasas de desempleo; expansión de la economía informal, despunte de la pobreza, inflación galopante en la canasta alimenticia, caída constante en la producción nacional de granos básico y un señorío de las pandillas del crimen organizado que conforman un gobierno paralelo con francos dominios territoriales.
Desde la gradería de la derecha, donde se encuentran los críticos más acérrimos, incluso algunos corporativos de la información, se le grita de todo al presidente, incluyendo insultos banales, se le acusa de socialista, de comunista, de tirano y déspota. Pero desde esas mismas tribunas han salido los reconocimientos, no pocas veces elogiosos, al hecho de que el presidente no ha roto con las políticas macroeconómicas neoliberales, las que ceñidas al denominado Consenso de Washington –que sintetizan los propósitos globales del neoliberalismo- le han impedido a México ejercer una política presupuestal que rompa con el sofocante equilibrio en el gasto y le permita volver a constituirlo en estímulo y factor de arrastre de todos los sectores que concurren en el proceso económico general, así como le han imposibilitado ejercer soberanía sobre la política monetaria y de crédito, bajo el garlito dogmático de la autonomía del Banco de México.
En rigor, López Obrador, será el séptimo presidente de las últimas cuatro décadas, que consecutivamente han sometido al país a los cánones de la política económica neoliberal, manteniéndolo incondicionalmente en el TLCAN-TMEC y en los esquemas geopolíticos inherentes a tales acuerdos comerciales.
Los atributos del estadismo, se pueden concentrar en tres virtudes: terquedad (perseverancia), valentía y genialidad. López obrador ha cumplido con creces con la primera virtud, al menos en el propósito de llegar a la presidencia. Pero su falta de valentía lo ha mantenido lejos de la genialidad, y antes de iniciar la presidencia en el 2018 ya había decidido mantener una postura enunciativa en contra del neoliberalismo al mismo tiempo que rendirle cumplimiento a las normas sistémicas de esa política. Y así está terminando su sexenio.
Hay un núcleo de seguidores del presidente, que no pertenecen propiamente a los incondicionales, tampoco a la masa que llena de esperanza votó por él en el 2018. Estos justifican que López Obrador no haya incursionado en los cambios estructurales que el país requiere para recuperar la soberanía en la política económica. Y lo hacen con la socorrida retórica del mediatizador, alegando que “no es el momento”, que hay que hacerlo “paso a paso” y que se requiere “esperar”, para evitar, como también lo han dicho: “un pleitazo con el sistema financiero internacional”.
Este núcleo de seguidores, al ejercer una especie de racionalización que justifica la cobardía del presidente, terminan siendo los peores. La invitación a “esperar” remite a la memoria de los que aconsejaban a los esclavos de las plantaciones de negros en el sur de los Estados Unidos, que pospusieran el reclamo de libertad para no provocar un pleitazo con el propietario de la hacienda. Es el esperar que casi siempre quiere decir nunca. La posposición de una batalla ineludible, que le acarrea mayores dolores y sufrimientos a la nación.
Algunos de ellos, ya acomodados en el gobierno, les es fácil pedir la espera; adoptan un concepto mítico del tiempo y se sienten con el derecho para fijar el calendario. Olvidan que la realidad social, no marcha al ritmo que se mece la poltrona que están ocupando. Los procesos de masas son tan erráticos como impredecibles. Nunca se detienen, porque cuando no afloran, fluyen como ríos subterráneos siempre predispuestos a irrumpir en cualquier momento, ocasionando la perplejidad de todos aquellos que piden esperar.
No obstante que López Obrador contó con un amplio apoyo social para librar una batalla del tamaño que se señala, bajo el síndrome de “no entrar en terrenos desconocidos”, decidió continuar dentro de los parámetros de una política económica que ha fracasado. Terminó confortado por los que aconsejan sacrificar el crecimiento y el bienestar de la nación para evitar un choque con el sistema financiero internacional.
Su angustia sigue siendo trascender y no encuentra otro camino para hacerlo, más que refugiarse en actos simbólicos. Admira tanto a los héroes nacionales, como el temor que tiene por imitarlos. Hombres así se quedan tocando las puertas de la historia.
Ciudad Obregón, Sonora 12 de diciembre de 2023