México es –aún– una república federal. “El Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. (Artículo 49 de la Constitución). Ninguno de esos poderes está por encima de los otros ya que, como establece el primer párrafo del artículo 41 de la propia Carta Magna: “El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de la competencia de éstos, y por los de los Estados y la Ciudad de México, en lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos respectivamente establecidos por la presente Constitución Federal y las particulares de cada Estado y de la Ciudad de México, las que en ningún caso podrán contravenir las estipulaciones del Pacto Federal.”
La democracia constitucional supone y se funda en esa división de poderes, que también conlleva su equilibrio y colaboración. Hablar de “autonomía” de alguno de esos poderes es un error conceptual, o una desafortunada analogía. Como me explicó hace años mi siempre recordado maestro y amigo, el doctor Jorge Carpizo, el presidencialismo mexicano se ha fundado más en la debilidad de los poderes Legislativo y Judicial, que en el diseño constitucional.
A partir del año 1997 en el Poder Legislativo federal se vivió un cambio importante derivado de la pluralidad política en ambas Cámaras del Congreso de la Unión. La existencia del llamado “gobierno dividido” (1997-2018) y las alternancias en el Poder Ejecutivo (2000 y 2012) fueron el mejor remedio al presidencialismo exacerbado, por largos años autoritario, que caracterizó la vida política mexicana durante la mayor parte del siglo XX. La tercera alternancia (2018) se acompañó, por decisión del electorado, de una reversión en la integración del Poder Legislativo federal, con la mayoría absoluta de Morena y sus aliados en ambas Cámaras. Peor aún, con la mayoría calificada del bloque oficialista en la de Diputados (2018-2021).
Es paradójico que mientras durante los primeros tres años del mandato presidencial (2018-2021) la mesura en el uso de la mayoría calificada caracterizó la relación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, y entre el bloque oficial y las oposiciones, después del resultado de los comicios intermedios de 2021, en los que Morena y sus aliados pierden la mayoría calificada en San Lázaro, el presidente de la República tomó la senda de la radicalización, cuya expresión más lamentable es la agresión en contra de algunos órganos autónomos (INE, INAI) y contra el Poder Judicial de la Federación, desde que la SCJN cambió de presidente en enero de este año.
Faltando a sus responsabilidades y abusando de sus facultades, el presidente López Obrador agrede al Poder Judicial de la Federación de múltiples formas. Lo agrede al ordenar a los senadores de Morena y aliados bloquear la designación de magistrados de salas regionales del TEPJF, como lo ha hecho también respecto de la designación de comisionados del INAI. Lo agrede ahora, con abierto y alarmante autoritarismo, recurriendo a la mentira y la diatriba, al pretender asfixiarlo presupuestalmente.