Ahora que -a días de la inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024- Pixar ha puesto – Intensamente- en la pantalla el chapoteadero emocional de los niños y adolescentes parece que la pregunta materna más común –¿y qué hacemos con los hijos?– tiene una eventual respuesta dentro de la piscina de esa turbulencia del yo a la que llaman preadolescencia.
Bobby Fischer, excampeón mundial de ajedrez, y la mente más deslumbrante de la historia del tablero, murió en el mismo año en el que Michael Phelps consolidó su carrera olímpica, la más apabullante en el recuento del podio de los campeones de las Magnas Justas.
Estos dos genios de la mente y el cuerpo tienen algo en común: eran más extraordinarios de lo extraordinario que puede ser cada niño o adolescente que se inicia en el fantástico universo del deporte buscando una respuesta a preguntas que tal vez ni siquiera se habían formulado. Sólo se encuentra lo que no se busca, dijo en alguna ocasión un nadador que jugaba a escribir para perderse en los rincones de lo inaudito: Franz Kakfa.
Regina, madre de Bobby y de su hermana Joana, fue una enfermera, a la que no quedaba en claro qué hacer con sus hijos cuando ella tenía que salir a trabajar para poder costear los gastos de la familia tan singular como todas las singularidades que componen la sociedad americana (todas las familias distintas se parecen, podría decir Tolstoi). Bobby nació en Chicago en marzo de 1943, cuando los estadunidenses no tenían en claro si ganaban o perdían la Segunda Guerra Mundial. Regina había escapado por pies del régimen de Stalin con una historia que podía servir de guión para una serie de televisión.
El caso es que, en un afán de mantener entretenidos los niños, Regina llegó a casa, por recomendación de una persona cercana que notaba su cara de apremio, con un tablero que podría servir de pasatiempo a los críos en las tardes de tedio cuando ella y los niños ya vivían en Brooklyn, Nueva York. Regina, desde luego, sabía de las ventajas que tenía el ajedrez para despertar la curiosidad en la “mente” de los niños. Entre esas virtudes se encontraba la posibilidad de que estructuraran de una mejor manera sus pensamientos, sus emociones y su lenguaje. Joana desistió con desgano en la misma proporción con la que Bobby se interesó en los secretos de las piezas.
Fischer, jugador solitario, aprendió pronto a diseñar partidas mentales, entre su yo y su súper yo -desde luego que no tenía idea que significaba lo uno y lo otro. Ya tarde, los soviéticos se darían cuenta que, así como había perfeccionado posiciones y estrategias en las casillas, había desarrollado, como ningún ajedrecista antes, un talento espeluznante para exponer su ego y sus múltiples máscaras.
A los 14 años, Fischer se convirtió en el campeón más joven en la historia de Estados Unidos. El primer gran movimiento de una forma de Leonardo da Vinci en la composición del infinito que ofrecen las piezas blancas y negras. A los 15 años y meses se convirtió en el Gran Maestro más jovial y más atrevido de todos los tiempos. Angustia, tristeza, alegría, coraje, desánimo, envidia, vergüenza y secreto más terrible comprimidos, como en olla exprés, en una misma disposición ante la vida, que no volvería a la normalidad después de él.
Cuando el gobierno chino supo que Beijing había sido la ciudad elegida para albergar los Juegos Olímpicos de 2008, después de varios intentos frustrados, se propuso diseñar, en el arte y en el deporte, los más estéticos de la historia moderna.
Debían cumplir con la obstinada búsqueda de equilibrio visual de la China milenaria y con, desde luego, el discurso de armonía emocional y espiritual que marcan las enseñanzas del Tao y el confucianismo. Lo que se ve es lo que se siente, los diagramas deben expresar lo que el movimiento de la palabra quiere decir: juego de trazos, entre lo que se piensa y lo que se quiere dejar escrito.
No es curioso que cuando pensaron en el complejo que albergaría a los deportes acuáticos le dieran el nombre de Cubo de Agua. Geometría que se desplaza sin perder la forma; vaivén interno que no deja de ser rectángulo perfecto en su exterior. Frente al Cubo de Agua se encontraba otra delicia de la arquitectura: el Nido del Pájaro, sede del atletismo. Las formas de animales representan muy bien la cosmogonía china: la Gran Tortuga, por ejemplo, es la concha del cosmos. Los chinos esperaban que un gran atleta diera sentido a la gran ingeniería que operaba en su milenario universo. Ese pájaro de agua -que juntaba al cubo con el nido- se llamaba Michael Phelps.
Nacido en Baltimore -lugar de la ballena en Hermann Melville; aunque a él le llamarían Tiburón- el chico trajo problemas a la madre, Deborah, porque era muy inquieto y parecía no descansar nunca, como suelen hacerlo los tiburones bajo el agua, a la mayoría de los cuales su anatomía les impide la quietud; hasta cuando duermen, nadan.
Deborah, un poco desesperada por la hiperactividad del escualo casero, decidió inscribirlo en clases de natación para “bajarle” un poco a las emociones que nadaban en la pecera de su cabeza, que era, en efecto, un cubo de agua, que el tiburón estaba por quebrar.
A los quince años, Phelps ya no era el niño al que se diagnóstico trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Ya formaba parte del equipo olímpico que representaba a Estados Unidos en los Juegos Olímpicos de Sidney 2000. Sus hermanas, como Joan Fischer, no se tomaron la alberca con la misma intensidad que su hermano mayor, quien desahogaba la furia entre los carriles y entre el estilo y la mariposa.
Tenía la misma edad que Bobby cuando éste se convirtió en Gran Maestro, pero Michael llegaría más lejos aun que el máximo ajedrecista de la historia. Phelps sería la historia misma de la natación. De entre las bestias de las aletas al muchacho no le quedó bocado que probar. Regreso a casa sin metales y sin marcas sobresalientes.
En Atenas 2004, el bisnieto de Poseidón dio el estirón. Ganó seis medallas de oro y dos de bronce en las ocho pruebas en las que compitió. No logró alcanzar la caza de siete preseas doradas para unos juegos, establecida por su compatriota Mark Spitz en Múnich 1972, año en el que Fischer acabó con la supremacía soviética en el ajedrez mundial al vencer a Boris Spaski en Reikiavik, Islandia.
Bobby Fischer -el niño hiperactivo que en la soledad construyó un mundo y la nueva forma del cálculo- murió en esa ciudad en enero de 2008, a los 64 años, víctima de una insuficiencia renal. Se había retirado del tablero universal en 1975, diez años antes de que naciera Phelps, quien llegó a Beijing para estrenar el monumento que los arquitectos Chris Bosse (alemán) y Bob Leslie-Carter (británico) habían modelado para su grandeza, que era una mera intuición cuando comenzaron los trabajos de construcción del complejo más bello hasta entonces para un certamen acuático.
Phelps -el muchacho que no conocía el sueño y en sueño se convirtió- logró ganar en agosto (octavo mes del año octavo) ocho medallas olímpicas de oro y destrozó, a dentadas, la biografía de Spitz, quien entonces tenía 58 años. Cuatro años más tarde, en Londres 2014, se montó en otros cuatro podios dorados y en cinco más en Río de Janeiro 2016. El imposible tesoro olímpico de Michael Phelps está conformado por 23 medallas de oro, tres de plata y dos de bronce.
Cuando eran niños, las madres de Fischer y Phelps no supieron qué hacer con ellos; hoy la Historia no entiende cuándo se terminaran de contar sus travesuras.
Nota al pie: Si Michael Phelps fuera un país, ocuparía el lugar 34 del medallero histórico de naciones. Ocho lugares arriba de México que entre 1924 y 2020 ha ganado solamente 13 oros.