Numerosas investigaciones evidencian cómo las mujeres vivimos en el mundo creado por los hombres y para los hombres. Hace algunos años el célebre libro de Caroline Criado Perez, Invisible Women: Data Bias in a World Designed for Men, nos proveyó de múltiples ejemplos: desde los chalecos antibalas, creados para proteger a los cuerpos de los varones que no se ajustan de manera adecuada a la anatomía femenina, pasando por los medicamentos diseñados y probados en los cuerpos masculinos, que no son igualmente efectivos o generan reacciones adversas en las mujeres, hasta los diseños arquitectónicos de nuestros edificios y ciudades.
En la política pasa lo mismo: las mujeres que llegan a los cargos llegan a las instituciones que fueron diseñadas por los hombres y para los hombres. Las instituciones políticas están generizadas: aparentemente neutrales, se construyen sobre valores y sesgos ocultos que privilegian los intereses y la actuación de los varones por sobre las mujeres.
Es un ámbito donde las normas institucionales generizadas se hacen particularmente evidentes en los cargos ejecutivos de mayor nivel. Las mujeres que han logrado romper el techo de cristal para convertirse en presidentas o primeras ministras enfrentan un conjunto único de desafíos derivados de las estructuras institucionales de los gobiernos. Suelen enfrentar resistencias veladas de parte de un establishment político y burocrático predominantemente masculino. Sus instrucciones son cuestionadas, sus prioridades relegadas. Deben trabajar el doble para afirmar su autoridad.
Un ejemplo de ello es el caso de Dilma Rousseff, en Brasil. Como presidenta, tuvo que navegar sobre un ambiente político profundamente masculinizado, especialmente en sus interacciones con el congreso o en las reuniones de gabinete. Según relatos de sus cercanos, era común que los ministros varones le interrumpieran y hablaran unos sobre otros, dejando poco espacio para que Rousseff moderara la discusión. Cuando ella intervenía para poner orden, era percibida como “mandona” o “histérica”. Las redes informales de poder y las negociaciones clave a menudo tenían lugar en espacios y contextos de socialización típicamente varoniles (cenas o reuniones informales en la noche), barreras adicionales para Rousseff, que a menudo era excluida de estos circuitos.
En Chile, tanto en su primer mandato como en el segundo, Michelle Bachelet enfrentó resistencias desde las estructuras partidarias tradicionales, incluso dentro de su propia coalición.
Los partidos, con sus liderazgos y métodos de toma de decisión históricamente dominados por hombres, a menudo dificultaban el avance de las reformas de igualdad de género impulsadas por Bachelet. Por ejemplo, cuando quiso introducir cuotas de género obligatorias para las candidaturas parlamentarias enfrentó una fuerte oposición de sectores más tradicionales dentro de los partidos que argumentaban que tal medida vulneraba la “meritocracia”. Esto obligó a Bachelet a gastar valioso capital político en negociar con estas facciones y a diluir algunos aspectos de su propuesta original.
Angela Merkel, en Alemania, también tuvo que navegar por las complejidades de liderar una coalición en un sistema parlamentario diseñado bajo supuestos masculinos. Como canciller, Merkel con frecuencia tenía que ceder posiciones clave de liderazgo (como Finanzas o Asuntos Exteriores) y hacer concesiones significativas a sus socios varones de la CSU bávara o del FDP, lo que limitaba su capacidad de influir directamente en estas áreas e implicaba subordinar sus propias prioridades políticas. La cultura de debate en el Bundestag, con sus protocolos formales y su énfasis en la oratoria asertiva, representaba un reto para el estilo más pragmático y consensual de Merkel.
Estos ejemplos ilustran cómo las normas, prácticas y culturas institucionales enraizadas en una larga historia de liderazgo masculino pueden crear barreras significativas para las mujeres que alcanzan las más altas posiciones ejecutivas. Desde las dinámicas de gabinete hasta los protocolos parlamentarios, pasando por las redes informales de poder, estas lideresas deben invertir una energía considerable en navegar y desafiar estas estructuras generizadas para avanzar sus agendas y afirmar su autoridad.
México ya eligió a su primera presidenta. Claudia Sheinbaum asumirá el cargo el 1 de octubre de 2024 y, además de los retos derivados de los problemas que enfrenta el país, la necesidad de construir un liderazgo propio y avanzar hacia el control e institucionalización de su partido, enfrentará los retos propios de su género.
Pese a avances recientes en la representación de mujeres en otros niveles de gobierno, la Presidencia ha sido un bastión masculino por más de dos siglos. Esta masculinización se manifiesta en múltiples aspectos, desde los rituales y protocolos del cargo hasta las dinámicas de poder dentro del gabinete y las relaciones con gobiernos estatales y actores legislativos clave o en el funcionamiento de la burocracia.
Por ejemplo, Sheinbaum podría enfrentar resistencias sutiles o abiertas por parte de gobernadores o líderes parlamentarios acostumbrados a tratar con un presidente varón.
En las negociaciones sobre presupuestos o reformas políticas, estos actores podrían cuestionar su autoridad o tratar de marginarla de las discusiones, tal como ha ocurrido con secretarias de Estado o legisladoras. Dentro de su propio gabinete, Sheinbaum podría tener que hacer un esfuerzo adicional para afirmar su liderazgo y evitar que sus colaboradores masculinos la patronicen o menoscaben, un reto que rara vez enfrentan sus contrapartes varones. Además, deberá lidiar con una burocracia federal cuya cultura organizacional es generizada y pone en desventaja a las mujeres.
La presidenta deberá definir su estilo de liderazgo propio y se esperará de ella que demuestre “fortaleza” y capacidad de mando, al mismo tiempo cualidades “femeninas”, como la compasión y la accesibilidad, un acto de equilibrio complejo. Navegar estas expectativas contradictorias representará un reto significativo. Tratar de cambiarlas, para “desgenarizar” a las instituciones, será un desafío aún mayor.
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Texto publicado en la edición 0013 de la revista Proceso, correspondiente a julio de 2024, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.