El pasado 11 de marzo, las y el candidato a la Presidencia de la República comparecieron en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco (CCUT) para posicionarse ante la agenda más importante del país: la paz.
No es la primera vez en los últimos tres sexenios que un ejercicio semejante se realiza. Se llevó a cabo en 2012, mediado por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), con los candidatos de entonces en el Alcázar del Castillo de Chapultepec. Lo que concluyó con la promulgación, por parte de Peña Nieto, de la Ley General de Víctimas y la creación de su órgano ejecutivo, la CEAV. Ambos se degradaron a fuerza de desprecio por parte del Estado. Volvió a repetirse en 2018, a instancias del propio MPJD, pero esta vez mediado por la Universidad Iberoamericana, en el Museo Memoria y Tolerancia. Aquel ejercicio derivó en la creación de una política de Estado basada en la justicia transicional, fundamento de la Ley General de Víctimas, que López Obrador, ya como presidente electo, suscribió en el mismo CCUT y, luego, traicionó.
El ejercicio volvió a repetirse, mediado, esta vez, por el Episcopado Mexicano y la Compañía de Jesús. El documento, que lleva por título Compromisos por la paz. Estrategias de políticas públicas para la paz, retoma los diagnósticos, hechos en los otros dos ejercicios, sobre la violencia y los profundiza. Retoma también muchas de sus propuestas –entre ellas la de la justicia transicional y la de búsqueda de desaparecidos– y ahonda en otras como seguridad, tejido social y cárceles.
Sus diagnósticos y sus propuestas son buenas, como también lo fueron las otras. Y a semejanza a esas otras, los candidatos y los partidos las manosearán, las deformarán o los guardarán en un cajón. La clase política, profundamente corrompida, medra con el infierno y las víctimas. Su interés no es la paz sino la administración del horror del que forma parte.
Lo expresó con claridad Claudia Sheinbaum en esta comparecencia.
A diferencia de Xóchitl Gálvez y Álvarez Máynez, quien de los tres expresó cosas más sensatas, pero que de llegar a la Presidencia harán lo mismo que sus antecesores: suscribir y traicionar, Sheinbaum no fue hipócrita, sino cínica en su honestidad: aceptó, pero no concedió. Su firma de los compromisos fue acompañada por una adenda que rechaza el diagnóstico y, pasándose por el forro las propuestas, confirmó las suyas, las mismas que, llevadas a cabo por López Obrador, han ahondado el infierno.
Hija de la ideología y de la era de la posverdad, la realidad no existe para Sheinbaum. La científica, cuya fuerza debe radicar en la comprobación de los datos, decidió mirar desde lo ideológico y negar lo que a diario vivimos los mexicanos: injusticia, impunidad, inseguridad, miedo, impotencia e incertidumbre. Para ella no existen los casi 200 mil muertos que la política de seguridad que defiende ha cobrado en este sexenio. Tampoco las 300 mil de los sexenios de Calderón y Peña Nieto (las víctimas, no me cansaré de repetirlo, son deudas de Estado) ni los desaparecidos que el propio López Obrador se ha empeñado en desaparecer del padrón de búsqueda. No existen los secuestros, las carreteras tomadas, la extorsión, la militarización ni la corrupción de la 4T. Mucho menos existe un Estado capturado por el crimen organizado que necesita del apoyo de organismos internacionales para sanarse.
Por ello se aferra a una política tan pobre e insuficiente como la que critica en sus adversarios. Si bien tiene razón al decir que la paz es fruto de la justicia y que no se resolverá con mano dura y más cárceles, se equivoca al omitir la verdad como el fruto de la propia justicia. Sin verdad –lo que implica una gran comisión formada por ciudadanos y apoyada por la comunidad internacional que la haga– la justicia será lo que hasta ahora ha sido, un ejercicio discrecional amparado por pactos de impunidad. El caso de Ayotzinapa y de la Guerra Sucia lo muestran con creces.
Lo único valioso del cinismo y la ceguera ideológica de Sheinbaum es que muestra, como un espejo invertido, lo que la propia oposición hará con la agenda de paz si llega a ganar: continuar administrando el infierno y ahondando su horror, como hasta ahora lo ha hecho en gobernaturas y municipios, y como lo hizo en el pasado
Mientras no se reconozca que el Estado está podrido, que su descomposición moral es galopante como una metástasis, y que no alcanza para sanarlo las correcciones cosméticas ni la transformaciones vacías y arrogantes; mientras no se asuma, en un pacto de unidad nacional, y como prioridad absoluta de la nación la agenda expresada en los Compromisos por la paz, el infierno, como ha sucedido con las traiciones a los acuerdos de 2011 y 2018, se volverá más ancho y más profundo.
¿Podría ser distinto? Sí, a condición de que esa agenda sea respaldada por una gran movilización ciudadana que obligue a la clase política a comprometerse con lo que hipócrita o cínicamente no está dispuesta a asumir y que Claudia, con la arrogancia del poder, puso de manifiesto. La única que puede convocarla hoy es, como lo he dicho en varias ocasiones, la propia Iglesia. Pero parece que la prudencia, que a veces frisa en ella la cobardía, no lo hará.
Entonces, si el país sobrevive a su caos, otros volverán, el próximo sexenio, a sentarse en una mesa parecida a negociar, ahora directamente con los cárteles, una agenda de paz entre más cadáveres, más fosa y una pistola apuntándoles en la cabeza.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
Este texto de opinión se publicó en la edición 0010 de la revista Proceso, correspondiente a abril de 2024, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.