El cristianismo, que moldeó el rostro de Occidente, le dio a la existencia humana un fin último: la vida eterna, que, san Pablo describió, en su primera carta a los corintios, en forma de un “cuerpo glorioso”, es decir, inmortal y carente de sufrimientos: un cuerpo feliz.
Nuestra sociedad no ha modificado ese fin. Sólo que ya no lo busca en una realidad transhistórica, que depende de los méritos que hayamos hecho en este mundo y de la justicia de Dios. Lo busca aquí, mediante procedimientos técnicos que ofertan las industrias de la era tecnológica.
Aunque aún se está lejos de producir seres humanos amortales, es posible decir que la tecnología, bajo el concepto de “sociedad del bienestar” –un sinónimo de la felicidad” – ha ido creando una humanidad anestesiada que apunta hacia allá. Todas nuestras industrias, desde la alimenticia hasta la del “enjambre digital”, pasando por la de la medicina, la robótica y la de la manipulación genética, están hechas para eludir el sufrimiento y hacernos sentir la experiencia de ese “cuerpo glorioso” del que habla la teología cristiana.
Sin embargo, como lo enseñaba Epicuro (342 a de C), para quien el fin último de la vida era también la felicidad (eudaimonia) y no creía, como nosotros, en una realidad transhistórica, la felicidad no consistía en abolir el sufrimiento aumentando el placer, sino en la moderación de nuestros deseos, el famoso “justo medio” de los antiguos griegos que, bajo la leyenda de “Nada con exceso”, está aún inscrito en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos. Romper el límite, decía Epicuro, lejos de hacernos felices, produce, paradójicamente, un mayor sufrimiento.
Nosotros, sin embargo, los hemos roto y, por lo mismo, buscamos y creamos nuevos satisfactores que nos hagan escapar de él, sumergiéndose en una espiral descendente. Lo que en el cristianismo era un sueño tanshistórico se transformó así en una pesadilla histórica sin límite.
No es, por lo mismo, extraño que de todas las drogas que la ciencia médica ha creado para abolir el dolor sea el fentanilo la que mejor representa esa pesadilla. Ese potente opioide, que no sólo bloquea el dolor, sino que provoca un profundo estado de bienestar, hace que los Los paraísos artificiales con los que Baudelaire asociaba sus experiencias con el hachís y el opio, sean un juego de niños.
Recuerdo, en este sentido, el día en que caí por segunda vez en un quirófano. Fue antes de la pandemia del covid-19. Tenía mucho miedo de la anestesia, un bloqueador que, al desposeerte de tus sentidos, te aproxima a la muerte.
Esa vez, a diferencia de la primera, no tuve la posibilidad de que, en lugar de una anestesia general, se me aplicara una raquídea. Estaba en el Hospital General y el procedimiento era el mismo para todos. Le expresé mi miedo a la anestesióloga. Mientras me calmaba me narcotizó. Cuando desperté ya había pasado todo. En mi percepción no sólo las dos horas que duró la intervención se reducían a un segundo, sino que me sentía mejor que cuando llegué al hospital. No experimentaba dolor físico alguno. Tampoco dolor psíquico ni espiritual. Mi natural angustia ontológica y metafísica había desaparecido. Era como si hubieran extirpado de mi organismo un veneno persistente. Desde que abracé a mi hijo por última vez no recordaba una paz equiparable.
Cuando se acercó la anestesióloga para saber cómo me encontraba, le expresé mi experiencia y le pregunté ¿qué me había puesto? Me dio el nombre de varios medicamentos. Pero sólo retuve el del fentanilo. “Ese es el que le produce el bienestar; le durará un buen rato”. Entendí entonces su capacidad adictiva. Esa droga, a la vez que expresa el sueño de mi época, entraña también su profundidad destructiva. Es la metáfora química del sueño tecnológico, del placer que, al sobrepasar los límites, te abisma en la nada. Una felicidad drogadictiva, desencarnada, ahumana; un pharmakon, para decirlo en la lengua griega de Epicuro: mitad elixir, mitad veneno.
Al igual que la sensación falsamente beatífica que produce el fentanilo desaparece y puede volverse una adicción que termina en la muerte, así también la búsqueda social y política de la felicidad en una época extremadamente tecnologizada, se transforma en un constante sufrimiento que demanda formas y dosis cada vez más sofisticadas de anestesia.
A los Estados, sin embargo, les molesta el fentanilo y lo persiguen sobre cualquier otra droga. No lo hacen por su condición de farmakon, sino porque, al salirse de su control, le quita el monopolio de la felicidad, el caos y la muerte. Para el Leviatán moderno, hay, como señala Harari, manipulaciones malas y buenas. Estas últimas son las que el Estado promueve para reforzar el control político, el orden social y la economía. Así fomentan empresas que contribuyen a ello, incluyendo la de los fármacos. Junto a corporaciones que año con año desarrollan aditamentos y artefactos que mejoran el bienestar de la gente, cada año nacen nuevas drogas que buscan mejorar la bioquímica humana en aras de la felicidad. Ellas son las metáforas de una sociedad que, en busca de la felicidad, corre precipitadamente hacia la nada. La luz que nos anuncia al final del túnel no es otra cosa que la del monstruoso tren de una felicidad sin sustancia, a la que nos volvemos cada vez más adictos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.