Por Jorge Alcocer V.
Hay quienes atribuyen a las encuestas electorales la capacidad de influir de manera decisiva en la voluntad de los electores a través de la presentación de resultados –inventados o reales- en los que uno de los competidores obtiene, desde meses o años previos al día de la elección, ventaja considerable. Se trata, en todo caso, de una indebida presión, disfrazada de información.
Quizá la influencia de las encuestas sea una leyenda urbana, pero en México lo que estamos viviendo es una tragicómica encuestolatría, que se practica desde el altar mayor de Palacio Nacional cada mañana. No pasa semana sin que el presidente, o sus voceros, pregonen a los cuatro vientos la supuesta popularidad que las encuestas le otorgan. Tales resultados son el incienso que como copal es quemado para rendir culto al Tlatoani, el más popular de la historia de México, el presidente con mayor aceptación en el ranking mundial, aunque de pronto algún dictador de otros lares le disputa el primer sitio.
Las encuestas son, por decisión del oficialismo, la voz del pueblo.
Por una encuesta el presidente López Obrador tomó la decisión de cancelar la obra del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México. Por otra encuesta, una empresa privada fue obligada a cancelar el proyecto de inversión para instalar una planta cervecera en Baja California. La devastación del ecosistema de la península de Yucatán y la destrucción del patrimonio histórico de la cultura maya, por la obra del tren en ese territorio, se justifica con encuestas y consultas.
El poder de las encuestas alcanzó su cénit al ser el instrumento por el cual dos candidatas a la presidencia de México en 2024 fueron seleccionadas, con tal antelación, violatoria de la ley, que ahora ni ellas, ni los partidos que las habrán de postular formalmente en febrero del próximo año, saben qué hacer en las semanas y meses siguientes. Será un ridículo, o una farsa, leer las encuestas que midan la popularidad de cada una de las ya candidatas, compitiendo con ellas mismas para ser lo que ya son, a partir del inicio de las precampañas en la tercera semana de noviembre.
Sin medir consecuencias ni reparar en efectos, Morena extendió el uso de encuestas para seleccionar a sus 9 abanderados para las elecciones de gobernador y de jefe de gobierno en la CDMX. El procedimiento devino en rosario de Amozoc, que hoy nadie sabe a ciencia cierta en qué habrá de terminar. Habiendo establecido en la convocatoria que entre 4 a 6 aspirantes, seleccionados por los comités estatales de Morena, serían considerados y evaluados en cada encuesta, la rebelión de los excluidos obligó a modificar la decisión. Hoy nadie sabe qué está ocurriendo con las encuestas estatales de Morena, ¿dónde las hacen, cuántos aspirantes son evaluados, qué preguntan a los entrevistados y cómo lo hacen? La trágica noticia son los secuestros y asesinatos de encuestadores contratados por Morena, en Chiapas.
Usar las encuestas como aparador es la estratagema para ocultar las decisiones que en solitario toma el inquilino de Palacio Nacional, o los acuerdos a que en lo oscurito llegan los dirigentes de los tres partidos del Frente Amplio. Por una encuesta Xóchitl Gálvez es la candidata presidencial de la coalición opositora. Por varias encuestas –cuestionadas- Claudia Sheinbaum es la candidata presidencial de la alianza oficialista. Y por lo que han declarado en MC, una encuesta definirá al tercer candidato(a) presidencial para 2024. Ese es el poder que desde la presidencia y los partidos políticos se ha otorgado a los encuestadores y a las encuestas.