Para Luis Xavier López Farjeat
Sergio Aguayo coordina un proyecto en el Colegio de México sobre el odio en las redes sociales. Su artículo, “La insultadera” (Reforma, 31 de enero), alude a ello. El tema no es banal. Sobre todo, en estos tiempos de violencia extrema, injurias y polarización.
Uno de sus hallazgos es que el odio, al menos en las redes sociales, es en su mayor parte fabricado mediante bots (cuentas falsas) que provienen de mercenarios que no aborrecen a quien agreden, pero, a fuerza de promoverlo, lo despiertan en otros, confirmando la penetrante frase del libro de los proverbios: “La vida y la muerte están en poder de la lengua; del uso que de ella hagas tal será el fruto”.
El odio, como el amor, nos pertenece. Forma parte de nuestra naturaleza. Es una respuesta emocional ante un agravio mayúsculo que, por muchas y complejas circunstancias, sólo se sacia haciendo daño a quien nos lo hizo.
El odio, sin embargo, puede construirse, como lo muestran los bots, una amplificación exponencial del uso de la lengua en la propaganda. Requiere –dice María Carolina Maomed, al comentar La obsolescencia del odio, de Günther Anders”– de alguien que se valga de ese sentimiento y lo dirija hacia un ser o una comunidad que ha sido identificada como portadora del mal. No se necesita mucho para fomentarlo. A fuerza de asociarlo con cosas caracterizadas de repugnantes, ese ser y esa comunidad, en una especie de metonimia perversa, adquieren sus características. Lo hizo el nazismo, asociando hasta el hartazgo a los judíos con los piojos y las sabandijas. Lo hace López Obrador, al señalar a quienes llama sus “adversarios” de “corruptos” y la oposición al calificarlo a él y a sus correligionarios de “pendejos”. Los bots aparecen entonces para alimentar aún más el odio. Claudia Sheinbaum se convierte así en “calaca, lombriz y JUDÍA asesina”; Xochitl Gálvez en “vieja panzona, PENDEJA e ILUZA” (Aguayo).
Ese odio, continúa Maomed, no es “genuino”, sino “fantasmagórico, un ‘presunto odio’ no por ello menos eficaz” y más terrible. Una vez desencadenado no hay forma de detenerlo. Semejante al fuego que se enciende y se alimenta, para luego autoalimentarse, el odio fabricado se expande y destruye cuanto encuentra a su paso. Hay, en este sentido, una clara relación entre ese odio fabricado y los crímenes que, conforme se acercan las elecciones, se realizan contra candidatos y periodistas.
Pese ello y como una extraña paradoja, tal odio no es un verdadero odio. El hecho de que el enfrentamiento no se dé cara a cara, de que el supuesto odio se lleve a cabo y se propale mediante dispositivos electrónicos, como las redes a las que alude Aguayo, lo hace en realidad inexistente. No es posible sentir realmente odio por seres o grupos con los que no nos hemos enfrentado, que no nos han dañado de manera directa y clara, y de los que en el fondo no sabemos nada.
El odio mediado por dispositivos técnicos, que se expresa apretando teclas en un celular o –en el caso de las guerras tecnológicas– oprimiendo botones de máquinas extremadamente sofisticadas, despersonaliza a tal grado al ser humano “que –vuelvo a Maomed– el residuo de personalismo que todavía conservaba el odio” hacia un ser concreto se esfuma. “La despersonalización que provoca es tan profunda que incluso borra los residuos de personalidad que el odio ficcional tenía. Su vileza ya no es la del matarife que descuartiza y de la que los tiranos, los jefes del crimen organizado y los aprendices de dictadores, que no ejercen personal y directamente la violencia, “se enorgullecen, sino una carente de emociones y sentimientos, una vileza sin odio”, cuyas consecuencias, como dije son igual o más terribles que el odio que provoca alguien concreto.
Mediado por la tecnología, el odio, en las redes sociales y los medios de comunicación, se convierte en un juego y, en el caso de la guerra, en un trabajo, cuyo producto es la muerte y por el cual, como en cualquier producción industrial, se recibe un salario.
Pero aún en los asesinatos que nacen del odio simulado de las redes y los medios, quienes los ejecutan tampoco odian. Son sicarios que, semejantes al torturador, fueron antes despojados de cualquier emoción o bien, seres que, como el Eichmann de Hannah Arendt, forman parte de una cadena productiva de crímenes, que los amputa de cualquier responsabilidad moral. Entre el acto y su consecuencia, dice Anders, hay una hendidura, un hiato, de naturaleza técnica que impide cualquier experiencia de culpa.
De esa manera, el odio fabricado que, resguardado detrás de dispositivos técnicos, se alimenta y se expande con la velocidad de un virus, nos preserva de la violencia que generamos y nos vuelve culpables sin culpa, “asesinos sin maldad”, habitantes de un mundo cuya inhumanidad no es la del psicópata, muchos menos la del ser humano poseído por el odio –la inhumanidad de su violencia alcanza sólo a algunos–, sino la de seres comunes y corrientes que, detrás de sus dispositivos técnicos, pierden la proporción entre la banalidad de sus actos y sus trágicas consecuencias. Hemos llegado a un momento de nuestra historia en que ya no es necesario ser malvados para participar de lo peor. Basta estar contagiado de un supuesto odio y tener un celular.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.