En estos 40 años que cumple el neo-zapatismo —contando el periodo de clandestinidad— y 30 de haberse hecho público, el movimiento no busca explicarse, sino ejercerse con el tiempo, el silencio y la espera. A diferencia del sistema político tradicional que se sostiene de discursos inmediatos que subrayan una posibilidad de plástico que termina por encadenarse y reducirse a simples expectativas pasivas y aspiracionales; las y los neo-zapatistas se mueven, accionan, vivencian y construyen alternativas que liberan a la posibilidad de esa artificialeza para hacer mundos muy otros, y claro, posibles.
No es que el neo-zapatismo vaya a cambiar el mundo, eso sería caer de nuevo en mesianismos. Simplemente, su propuesta acentúa la forma en que ellas y ellos han podido defender sus territorios y su forma de organización durante un modelo de Estado-Nación ultra-partidista que se sigue aprovechando de los pueblos originarios sin tomarlos en serio en la Constitución; lo irónico es que hoy el Estado se enoja de las resistencias indígenas como la neo-zapatista porque han logrado su autonomía, ya no le besan la mano a papá gobierno, y más aún, porque la ética es su valor fundacional. Las y los neo-zapatistas han expuesto el disfraz de la triste democracia en que vivimos: un sistema de monopolio radical que institucionaliza —a conveniencia— el tiempo, la salud, la economía y los afectos.
Aunque es una ideología política que ha tocado la ortodoxia, el neo-zapatismo ha liberado a la posibilidad de pretensiones absurdas que venden esperanzas institucionalizadas. En estos territorios autónomos se trata de esperanzas en praxis (en acción), ejercidas en toda su pulsión creadora y creativa. Adolfo Gilly me dijo alguna vez que la esperanza no es tal si no se mueve, en ello, las y los neo-zapatistas no han dejado en estos más de 30 años de soñar-caminando, de esperar-construyendo. Al final, como decía Gustavo Esteva, la esperanza se ejerce.
El movimiento ha tenido como virtud la rareza que permanece en peligro de extinción: la autocrítica, y eso tiene mucho que ver con escuchar al otro, al diferente, independientemente de su identidad cultural para luego integrarlo en lo que hoy denominan más concretamente como “lo común”. No es el partido en turno integrando a viejos dinosaurios a sus filas para buscar el poder, sino una integración para estructurarse desde abajo en búsqueda del derecho de vivir en paz y con tierra. En ello se han ido jugando la existencia y es así que el movimiento llega a su mediana adultez, a esos 40 años que permiten una madurez entre juventud y experiencia. Una edad que se llena de perspectiva y que afianza aún más su motivo e intención. Por así decirlo, el neo-zapatismo ha llegado a “la crisis de los 40”, que como cualquiera que llega a esa edad, no es más que un corte en el tiempo para saber en dónde estamos parados y cómo queremos entrar en la segunda etapa de nuestras vidas. Sentipensarse en los tres tiempos verbales. En ello las y los neo-zapatistas han aprendido mucho de integración, algo que Ortega y Gasset llamaba como una generosa colaboración espiritual, independientemente de qué religión, partido, ideología, color, geografía y tiempo vengas o seas. Lo más importante es lo común, es decir, la forma de convivir que practicamos en la niñez: el juego (que siempre necesita del otro) siempre se organiza y concreta sin importar las diferencias (me caes mal, pero juego contigo). Es así que hoy el neo-zapatismo ha hecho una reorganización desde sus entrañas para defender sus territorios. Al final, en esa tierra descansan sus ancestros, de esa tierra comen, sobre ella duermen, juegan y crece su niñez.
Hablo sobre todo de los pueblos de raíz maya que sostienen al movimiento, más allá de la Comandancia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que desde hace tiempo relegó sus operaciones de diligencia a ser vocería de las comunidades y a proteger a los pueblos de los muchos acosos que sufren por parte de paramilitares, narcotráfico y mafias empresariales. En los festejos por su aniversario, el EZLN se presentó marchando al ritmo de cumbia, y eso, por más ridículo que le pueda parecer a muchos, es un paso congruente a lo que las y los neo-zapatistas dijeron en algún momento: “somos un ejército que lucha para que un día no haya ejércitos”, sólo que el incremento de violencia ha sido tan exponencial, que se deben seguir acuerpando debido a lo que se conoce como “tierra arrasada”, una estrategia que según me explicó fray Gonzalo Bernabé Ituarte Verduzco, cofundador del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas y secretario de la Comisión Nacional de Intermediación para el Diálogo y la Negociación por la Paz en Chiapas de 1994 a 1998, se trata de una estrategia militar que tuvo su origen en Guatemala para ahuyentar a la gente, quemar sus casas, matarla y así controlar el territorio y evitar que movimientos que tienen su origen en la guerrilla encuentren respaldo social. Lo grave es que hoy no sólo se utiliza en contra de las guerrillas sino para la cínica expropiación de tierras en vianda de distintos megaproyectos, sumado a la presencia que tiene el narcotráfico en la región y, por ende, del derecho de piso.
Fray Gonzalo me explicó que “la tierra arrasada” comenzó a utilizarse en medidas brutales en México al estallar el movimiento zapatista, porque “había una conciencia de derechos y una búsqueda de transformación en México que quiso frenarse”.
Es entonces, el neo-zapatismo, que nos ha enseñado a mirar distinto, a poner su experiencia al servicio de quienes aspiran a la autonomía. “No somos un ejemplo, somos una experiencia”, dicen, y en ello nos han hecho saber que un solo modo no es el único modo, que tampoco hay un solo tiempo, ni geografía, sino muchos, muchas. Que la justicia está en la diferencia y es en ese reconocimiento al otro donde habita la esperanza.
Si bien —y por su propio bien— no podemos romantizar al neo-zapatismo (pues otros pueblos originarios tienen otras miradas hacia su formación de autonomía), sí nos ha mostrado un principio de cómo iniciar, mantener y defender la libertad, la justicia y la democracia en común. Saber, pues, cómo responsabilizarse de todas ellas. El neo-zapatismo desempolvó la ética dentro de un mundo de políticos profesionales que apuestan por una sociedad del rendimiento que no tiene ni pies ni cabeza y que se está quedando sin corazón. Cada uno decide si encapucha o no su sentí-pensar, o si le va a poner pasamontañas a sus principios, pero lo que es un hecho es que siempre habrá que seguir lo que las y los neo-zapatistas tienen que decir ante nuestras enfermedades como humanidad. Porque son un contrapeso real a los relatos hegemónicos. El neo-zapatismo nos ha demostrado cómo trascender las buenas intenciones con la práctica concreta de la belleza y la poesía, nunca debemos olvidar que fue el primer movimiento que ganó una guerra a través de las artes. De la palabra. Nacidas de una comprensión absoluta de la realidad, y es con ese eros con el que se puede asimilar que para trascender el dolor es necesario nunca perder la alegría.
Ante un mundo que nos venden los medios masivos como un territorio homogéneo y apocalíptico, sin esperanza más que el individualismo maquiavélico, es necesario mirar las grietas por donde siempre logra colarse la esperanza: una posibilidad que entiendo como derrota luminosa. Derrota porque en el capitalismo salvaje y hasta en el revolucionario institucional, el éxito se mide si conquistas el poder. Eso fue a lo que el neo-zapatismo ha renunciado siempre, por eso no se proclama como un movimiento revolucionario, sino de rebeldía social.
Sin todas esas derrotas de los muchos y legítimos movimientos sociales, desde las huelgas ferrocarrileras hasta el feminismo territorial y decolonial, sería imposible gozar de las libertades que hoy tenemos. Existimos por las exigencias, demandas, luchas y resistencias sociales que han sabido mantener sus principios humanistas. Por la defensa de ese eros y de esos territorios diversos y alterados (alterados de alteridad) como lugares sagrados de la diferencia, tejidos por una generosa colaboración espiritual.
Sin estas muy iluminadas derrotas, seríamos Tiranos-Arios Rex, fieras con los bracitos muy cortos del antropocentrismo y el eurocentrismo salvajes. Así que al final de todo la pregunta sería: ¿Derrotas para quiénes? Pensando en esta conclusión, me encontré con una entrevista al anarquista palestino Jonathan Pollack, en la que argumenta profundamente que en toda su experiencia de acción directa contra el colonialismo israelí y siendo estudioso del apartheid en Sudáfrica, dice que “preferiría no comerciar con la esperanza, porque como todo comercio, es un espectáculo de engaño”. Pollack remata con algo que vuelve a comprobar esta vertiente que trato de hilar sobre la derrota:
“[…] hay que organizarse y construir movimientos de resistencia incluso cuando todo parece perdido. Mi visión del anarquismo no es utópica. A mis ojos, cada victoria, cada éxito, debe percibirse inmediatamente como un fracaso, como una estructura de poder contra la que luchar y derribar. Dicen que lo perfecto es enemigo de lo bueno, pero eso es sólo porque carecen de imaginación y lo bueno nunca es suficientemente bueno. La imperfección es una constante, pero seguimos luchando, convirtiendo la victoria en derrota, en lucha a cada paso”.
Exacto. Si bien la esperanza no es lo mismo que la utopía, ni tampoco el invento de la insuficiencia que se esconde dentro de la perspectiva del éxito; lo que rescato de Pollack es que él habla de cómo la esperanza significa organizarse, tal como una y otra vez nos han dicho —cual mantra— las y los neo-zapatistas, quienes además lo han podido hacer con imaginación, narrando su lucha imperfecta, derrotada.
Pollack, como miembro fundador del mítico grupo activista Anarchists Against the Wall, dice que lo más importante y duradero que dejó la experiencia de esta organización fue “desprenderse de falsas lealtades e incluso identidades nacionales”. Ya lo decía Borges, el nacionalismo es un alcohol barato, primero te emborracha, después te ciega y luego te mata. En esta lucha por el humanismo es necesario percibir cualquier victoria como derrota para seguir respirando y no hiperventilando entre laureles.
El neo-zapatismo me recuerda a la metáfora de la caja de Pandora, de donde se escaparon los males del mundo pero que se queda uno solo: la esperanza. Me es interesante que los griegos de alguna manera hayan visto a la esperanza como un mal-que-espera. ¿A qué espera entonces cuando sabemos que ‘esperar’ es la raíz de la esperanza? Quizá espera a algo, o a alguien, o simplemente a que le demos otra reverberación. La esperanza tiene su lado muy luminoso, pero también muy oscuro. Es entonces un mal-en-espera que nos puede deslizar un mensaje: el hecho de que el último mal espere dentro de la caja y no salga a deshacer el mundo, ya es esperanzador, pero eso dependerá de cómo queremos que espere, de cómo queremos que se construya o se interprete. Salir de las dicotomías claroscuras del bien y del mal y encontrar lo análogo que podría descansar en el concepto tzotzil del buen vivir, del bien hacer (Lekil Kuxlejal). De, mínimamente, tratar con una ética levinasiana, el acto y el afecto de la espera para que no se convierta en “un motivo de lobos”. Darle una conciencia a la esperanza con la que pueda pensar y sentir el cómo desea caminar por el mundo.
Habrá algunos que simplemente les guste agarrar ese mal de Pandora y aventarlo sin más miramientos para construir barbarie, pero habrá otros, otras, que querrán que camine a través de formas mucho más solidarias, empáticas y en común, y que estén llenas de imaginación, arte y poesía. Esperanzas diversas, nosótricas, fracasadas, en las que podamos saber que en esas derrotas está naciendo el futuro. El neo-zapatismo, por lo menos, a 40 años o 30, 20, 10, 3, 2, 1…hoy, lo intenta.
@luisinius