Uno de los mayores retos que enfrentamos como sociedad planetaria es detener el calentamiento global, lo que implica modificar radicalmente, no sólo los patrones y métodos de producción que hoy se tienen en la mayoría de los países, sino también los patrones y hábitos de consumo en prácticamente todos los ámbitos de la vida social.
La cuestión es de una complejidad sin precedentes, porque implica modificar culturalmente a las sociedades de todas las regiones, haciendo comprender que no es posible continuar con la frenética obsesión de tener más y más cosas que, además, son producidas para un rápido desgaste, para su obsolescencia en determinado tiempo, o bien, para que sean consideradas como desechables en tanto que después de cierto tiempo salen de los mercados de la moda.
En eso no debe haber engaño: la mayoría de la población mundial no tiene la capacidad de insertarse en esa lógica de consumo, aún cuando la industria cultural haya convencido, también a la mayoría, que ese es el estilo de vida deseable y que, en algún momento, una vez que se hayan adquirido las capacidades de capital humano necesarias, se tendrá la posibilidad de acceder a los bienes y servicios que se deseen.
Entre los más de 7 mil millones de habitantes que habitamos en el planeta, hay más de 3,500 millones que apenas tienen lo suficiente para comer. Y, entre el resto, habría sólo alrededor de mil millones que se ubicarían en los niveles de consumo alto y muy alto. De hecho, Bernardo Kliksberg ha documentado que los ultra ricos que existen en el planeta, y que son los exclusivos consumidores del llamado “luxury market”, consumen cada año productos y servicios tasados en un valor superior a los 50 mil millones de dólares anuales, suma mayor al PIB de varios de los países más pobres.
El costo ambiental y social que se está pagando en todas partes para mantener ese estado de cosas es insostenible, por injustificable éticamente, y por haber colocado al mundo al borde de lo que el Secretario General de la ONU ha denominado, sin exagerar, como el Apocalipsis Climático.
Enrique Provencio ha puntualizado en México Social que en Acapulco ocurrió, no un desastre, sino una Catástrofe. Y la presidenta del Banco de México ha dicho ya públicamente que las consecuencias económicas de lo que está ocurriendo en el estado de Guerrero a raíz de ese evento pueden tener efectos negativos en la inflación, pero también quizá en el crecimiento y desempeño económico del país en general.
Desde esa perspectiva, cobran mayor relevancia los datos dados a conocer por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), respecto de los Costos Totales por Agotamiento y Degradación Ambiental, los cuales se estimaron, para el año 2022, en 1.2 billones de pesos, es decir, un 4.1% del Producto Interno Bruto del país. En contraste con lo anterior, la inversión para la protección ambiental ascendió a únicamente .2 billones de pesos, es decir, un .7% del PIB de nuestro país.
Como resultado de lo anterior, el Producto Interno Neto Ajustado Ambientalmente o Producto Interno Ecológico, se estimó en 22.3 billones de pesos, lo que representa apenas el 75.7% del PIB a precios de mercado.
Esas cifras permiten poner en perspectiva el hecho de que no tiene ninguna racionalidad mantener el curso de desarrollo que tenemos. Y por el contrario, deberían ser una de las bases para la discusión respecto de la campaña electoral que está en marcha, pues es evidente que no podemos seguir creciendo como lo hacemos.
Dicho de otra manera, la agenda medioambiental no puede seguir siendo abordada de manera accesoria; tampoco siquiera como “una más” de las políticas que habrán de proponerse. Por el contrario, se trata de la condición de posibilidad de todas las otras agendas: salud, educación, vivienda, trabajo, etc., porque de no revertir lo que estamos haciendo podríamos tener, en el muy corto plazo, otras catástrofes como la que vimos hace poco más de un mes en Acapulco, y cuyas secuelas siguen agravándose con el paso de las semanas.
La devastación ecológica de Acapulco y de otras zonas de Guerrero no tienen precedente y son a escenario de brotes de enfermedades como el Dengue, y hay algunos reportes que alertan sobre la posibilidad de un incremento en los casos de Paludismo. Las enfermedades intestinales están a la orden del día, y nada permite descartar otras consecuencias como el incremento en el número de casos de personas atendidas por enfermedades de los ojos, de la piel y de las vías respiratorias.
Por otro lado, el impacto en la pérdida de la biodiversidad sigue incrementándose. En efecto, según los datos de la CONABIO, las tasas de desaparición de especies no se han reducido. Y el número de especies en peligro en México crece año con año porque se siguen alterando los múltiples y mega diversos ecosistemas que aún tenemos en el país.
Debe tenerse en consideración que, según los datos del INEGI, en el 2022 los mayores costos ambientales fueron los relacionados con las emisiones al aire, que provocan una pérdida aproximada de 2.5% del PIB. La degradación del suelo, con un impacto de .5% del PIB; así como los residuos sólidos urbanos que alcanzan ya el .4% del PIB, lo que en pesos representa una suma de alrededor de 7 mil 200 millones de pesos, más del doble de lo que invierte el país en Desayunos Escolares, por ejemplo.
Tenemos enormes lagos en proceso de desecación, la desertización de los suelos avanza, los incendios forestales son cada vez más y más devastadores, los huracanes y tormentas, cada vez más poderosos, y lo hecho hasta ahora no ha sido ni suficiente ni efectivo.
No hay duda, o cambiamos y modificamos radicalmente nuestras actitudes y prácticas respecto de la naturaleza, o deberemos prepararnos para pagar las consecuencias que ello implicará, y que, de continuar con las trayectorias presentes, serán inevitables y catastróficas.