El 1 de diciembre pasado concluyó el quinto año del gobierno de Andrés Manuel López Obrador; durante ese lustro hemos podido constatar el carácter regresivo y destructor del régimen instaurado por la autodenominada cuarta transformación: Un presidencialismo autoritario militarizado. La evidencia es abrumadora y sus consecuencias, ominosas.
Tras su victoria en las urnas, el líder vitalicio de la 4T tuvo la oportunidad de reformar el sistema político mexicano, paradigma del autoritarismo vigente de 1929 a 2018. En lugar de ello emprendió un ataque frontal contra las instituciones democráticas, sumado a un proceso de militarización inédito desde 1946.
López Obrador se integró así a la larga lista de demagogos, dictadores y autócratas que a lo largo de la historia ascendieron al cargo a través de la vía electoral para después asfixiar poco a poco a la democracia hasta ahogarla en la demagogia populista. Todo ello con el fin de consolidar su poder unipersonal para perpetuarse en él. ¿Será el tabasqueño la excepción a la regla?
Su desdén por las instituciones y valores de la democracia representativa empezó a mostrarse, siendo presidente electo, con la cancelación del aeropuerto de Texcoco que fue justificada mediante una “consulta ciudadana” sin sustento jurídico alguno, contraviniendo lo establecido en el artículo 35 constitucional.
La irracionalidad de dicha medida, contraria al interés nacional y al desarrollo del país, sólo se explica como un acto de autoridad para cambiar la correlación de fuerzas entre el poder político y el poder económico a través del sometimiento del empresario más rico de México.
Fue una muestra contundente de la vocación autoritaria del mandatario morenista y de la forma arbitraria e intimidatoria en que ha ejercido el poder presidencial; superior al de sus antecesores durante la época dorada del sistema político de partido hegemónico no ideológico (Sartori).
El autoritarismo -esencia de AMLO y motor de su 4T- se ha ido radicalizando sobre todo después del revés sufrido en las eleciones intermedias de 2021 en que Morena perdió la mayoría calificada en la cámara de diputados, así como las mayoría de las alcaldías en la ciudad de México.
No obstante, la traición de López Obrador a la democracia representativa no es fruto de la improvisación ante una coyuntura adversa sino resultado de una estrategia bien concebida y operada, calculando acciones y tiempos, con el fin de adueñarse de “todo el poder” mediante la combinación de cuatro factores:
El dominio del espacio comunicacional. El control de la Fiscalía General de la República. El contubernio con las Fuerzas Armadas. Y la vulneración de la división de poderes.
El dominio de la escena política le ha permitido regodearse en el culto a sí mismo, al identificarse con el personaje de AMLO inventado por una audaz narrativa -sostén de su gobierno- que lo ha convertido en prócer de la patria, por obra y gracia de la propaganda. Imbuido de una supuesta superioridad moral, el presidente López Obrador promete, predica, miente y despotrica con absoluta impunidad desde el púlpito de Palacio Nacional.
La hegemonía comunicacional es la herramienta principal y el mayor logro de su fallida gestión. Ello incluye la capacidad de vetar a la candidata de la oposición en las dos principales televisoras del país. Un escándalo que ha pasado casi desapercibido en la opinión pública y, deplorablemente, en las autoridades electorales. Tal medida de tinte fascistoide se relaciona con el segundo factor.
El control de la Fiscalía General de la República, constitucionalmente autónoma pero en los hechos sometida al Ejecutivo, es un arma infalible de intimidación capaz de doblegar al más pintado de la antigua “mafia del poder”, muchos han preferido convertirse en dóciles adeptos de la 4T. ¿Quién podría rehusarse a recibir la justicia y gracia del mandatario juarista, en lugar de su ley a secas (con prisión preventiva oficiosa incluida)?
Por supuesto, otras víctimas del acoso y la intimidación presidencial son los periodistas e intelectuales críticos de su gobierno, así como las defensoras de los derechos de las mujeres y los defensores de derechos humanos.
La Fiscalía presidencial es el instrumento para hacer uso faccioso de la ley. Abundan los ejemplos. La farsa interminable en que se ha convertido el juicio a Emilio Lozoya. El pacto secreto con Enrique Peña Nieto. La corrupción en el corazón de Palacio Nacional: hijos, hermanos y prima del presidente; las acusaciones entre Gertz Manero y Scherer Ibarra; las hectáreas que rodean la estación de Tulum del Tren Maya, propiedad de los hijos de “Nico” Molliendo, chofer y mano derecha de López Obrador; la estafa multimillonaria en Segalmex con la protección a Ignacio Ovalle, ex director del organismo; por mencionar sólo algunas.
Todos estos casos están protegidos por la impunidad selectiva impuesta por López Obrador, dueño y señor de la procuración e impartición de justicia en el México de la “cuarta transformación de la vida pública de México”, cuya bandera principal es el combate a la corrupción.
Haber incumplido su compromiso de abatir la corrupción es el mayor fracaso político y moral del gobierno de López Obrador; junto con la demagógica promesa de combatir el crimen organizado y devolverle la seguridad a los mexicanos mediante la aberrante política de “abrazos no balazos”.
Corrupción y seguridad pública están directamente relacionados con la militarización del país impuesta por el presidente que ofreció regresar a los soldados a los cuarteles.
El contubernio con las Fuerzas Armadas es uno de los aspectos más regresivos y oscuros del régimen obradorista. Además de violentar la Constitución, la decisión de cogobernar con las fuerzas castrenses no sólo es regresiva sino reaccionaria y será muy difícil de revertir.
Es claro que asegurar el control del aparato represivo del Estado es condición para garantizar la estabilidad de su gobierno, así como de su permanencia en el poder “mientras el creador y el pueblo lo permitan”. Esto último está condicionado por el mandato constitucional que señala el 1 de octubre (de 2024) como término de su encargo.
El presidente ha expresado su intención de presentar una reforma constitucional para que la Guardia Nacional dependa permanentemente de la Secretaría de la Defensa Nacional. Los hechos muestran que dejar la seguridad pública en manos del ejército no resulta eficaz e implica graves riesgos en materia de derechos humanos.
Ayotzinapa es un caso paradigmático. La investigación se ha estancado debido a que la élite militar se opone a revelar la responsabilidad de los altos mandos del ejército en la masacre. López Obrador se ha convertido en cómplice (“tapadera”) de la fuerza represora castrense.
La exoneración express del general Salvador Cienfuegos ordenada por el dueño de la 4T bajo presión de la élite militar es otro suceso revelador de la connivencia entre el Ejecutivo y las Fuerzas Armadas.
Aparte de inconstitucional, otorgar al ejército responsabilidades que deben ser desempeñadas por civiles, convirtiéndolo en el contratista, proveedor y concesionario más importante del país; permite un alto grado de opacidad que, como todos sabemos, es la condición idónea para la corrupción a escala ferroviaria, aeroportuaria, aduanera, portuaria y aeronáutica de la 4T.
Tal despropósito no tiene precedente en nuestra historia. Para afianzar el negocito, el demagogo supremo tuvo la cínica ocurrencia de emitir un decreto que clasificaba a todos sus megaproyectos como asuntos de seguridad nacional; el desvarío jurídico no prosperó. Lo que sí prospera son los recursos presupuestales asignados a las Fuerzas Armadas, así como las utilidades financieras y el poder político de las élites castrenses y sus socios.
El tema se torna trágico al llegar a lo que he llamado el triángulo de la narcorrupción (que no de la “gente buena y trabajadora”). Ello implica la responsabilidad del gobierno obradorista por los más de 150 mil homicidios ocurridos durante su gestión, así como la presunta complicidad entre el crimen organizado, el Ejército y el Ejecutivo.
La infiltración del narco en los tres niveles de gobierno del país entero sigue en ascenso. Domina los mercados de la droga, el limón, el aguacate, el pollo, el agua, la cerveza, los productos pirata y las armas, así como las industrias pesquera y maderera, el cobro de piso y la venta de combustible. Su creciente penetración en los procesos electorales agrava la amenaza contra la democracia orquestada desde Palacio Nacional.
La violencia criminal no parece tener fin. A la suma de todo ello se le llama narcoestado. El presidente utilizó ese término después de la captura del general Cienfuegos en Estados Unidos, pero tras la liberación y exoneración del ex secretario de la Defensa nunca volvió a utilizarla. Tal vez porque se lo prohibieron y porque se vio reflejado en ese espejo.
La vulneración de la división de poderes y el ataque contra los organismos autónomos son dos características definitorias del régimen autoritario de López Obrador y su quimérica cuarta transformación. El Congreso ha frenado algunas de sus reformas que después han sido rechazadas por la Suprema Corte de Justicia presidida por la ministra Norma Piña, principal blanco del autoritarismo presidencial junto con el INE y el INAI.
El demagogo se había acostumbrado al impúdico sometimiento del anterior presidente del Máximo Tribunal. Recuérdese la Ley Zaldívar, pensada para prolongar el mandato del ministro presidente, pero también el del presidente-caudillo; la grotesca consulta para juzgar a los expresidentes que terminó por asegurar la impunidad de Peña Nieto; o la consulta sobre la revocación de mandato, pensada por el maquiavelo macuspano para ratificar su propio mandato y, sobre todo, para garantizarle un arma desestabilizadora que le permita remover de su cargo a quien lo suceda, en caso de que así lo decidiera el jefe máximo de la 4T.
Ha sido demasiado alto el costo de la política de odio y arbitrariedad impuesta por la megalomanía y codicia irrefrenable de poder de un presidente determinado a extender su dominio mediante reformas a la Constitución, que podrían incluir una modificación al artículo 83 que impide la reelección. Ello sólo sería posible si su partido obtuviera la mayoría calificada en el Congreso.
Los electores tenemos la responsabilidad de evitar que eso ocurra. La continuidad del autoritarismo militarizado impuesto por López Obrador -con su caudal de desastres y fracasos en materia de seguridad, combate a la corrupción y el cambio climático; salud, educación y cultura, entre otros aspectos de la política pública-, merece terminar en el rancho del señor presidente.
Ejercer nuestro derecho y obligación de votar es la única vía de recuperar nuestra dignidad ciudadana.