Que nadie se confunda: López Obrador le entregó a su elegida el bastón de “mando yo”. Morena se mantuvo unida en torno a su líder único. La 4T y AMLO constituyen una entidad política indivisible.
Es evidente que el presidente ha resuelto prolongar su poder más allá de 2024; esa es la intención de las 18 reformas constitucionales presentadas en el ocaso de su gobierno. Con inamovible fidelidad y ejemplar sumisión, la candidata de Morena ha incorporado el paquete de reformas completo a su proyecto de gobierno. Ello confirma que la ungida acatará órdenes superiores para garantizar la continuidad de la llamada cuarta transformación personificada por el Jefe Máximo.
Sin el apoyo ilegal de su mentor, Claudia Sheinbaum sería electoralmente irrelevante. Ambos lo saben y se necesitan mutuamente. Han llegado a un arreglo en el que la abanderada morenista se ha plegado ante el mandatario para que sea él quien defina su programa de gobierno, además de fungir como protagonista de la campaña; mientras ella se asume como fiel calca de su jefe y ventrílocuo.
El trueque es equitativo: Lealtad y obediencia permanentes a cambio de apoyo total del gobierno para hacerla presidenta de México a como dé lugar. En ese supuesto, ¿cómo operaría la relación entre la Presidenta y el Jefe Máximo?
La investidura presidencial la dotaría de la autoridad y el poder propios del cargo; potencialmente, ello le daría un amplio margen en la definición y ejecución de su agenda de gobierno. No obstante, en los hechos seguiría mandando el caudillo macuspano como ocurrió durante el Maximato de Calles.
Es obvio que está en marcha la estrategia para asegurar que la continuidad de la 4T quede sujeta a su dominio. López Obrador no se guía por afectos o acuerdos verbales sino por la pulsión megalómana de imponer su voluntad a rajatabla.
Menciono tres elementos centrales de dicha estratagema: El carácter transexenal de su acuerdo (contubernio) con la élite militar, la capacidad de movilización de sus huestes y la revocación de mandato.
La disparidad entre López Obrador y Sheinbaum es patente. Existe un abismo entre la personalidad, experiencia, popularidad, astucia y conocimiento políticos del mandatario saliente; sumado a su codicia de poder irrefrenable, así como a la capacidad para ejercerlo y abusar de él con cinismo sin par; comparado con la inexperiencia y fragilidad de su pupila. Nada de eso se borraría ipso facto con la toma de posesión el 1 de octubre, en caso de que ello llegara a ocurrir.
A pesar de ser contrario al mandato constitucional, a las leyes electorales y a la equidad de la contienda, hasta ahora el apoyo presidencial con recursos del Estado ha colocado a la candidata de Morena como puntera en las encuestas (cuya precisión y credibilidad sufren un descenso creciente).
Dicho apoyo puede tener también efectos negativos para la candidata oficial. La veneración de su inventor y su dependencia de él la debilita aún más a porque merma su dignidad política. Al mismo tiempo, limita su posibilidad de disentir, modificar o corregir las decisiones y declaraciones del demagogo supremo, convirtiéndola en comparsa y cómplice.
Dos ejemplos recientes lo comprueban. Al admitir sin reparo alguno el paquete de reformas de López Obrador, Sheinbaum acepta estar a favor del desmantelamiento de la institucionalidad democrática del país. Y haberse hecho eco del denuesto presidencial contra los participantes en la marcha ciudadana en defensa de la democracia la ubica como secuaz de la regresión autoritaria emprendida por el dueño de Morena.
La soberbia ciega. El adulador y embaucador del pueblo se siente con derecho a desdeñar e insultar a la ciudadanía y ella lo sigue. Él y su retoño olvidan que seremos los ciudadanos quienes depositaremos nuestro voto consciente e informado en las urnas.
Millones de electores sabemos que, a pesar de su popularidad, el presidente está reprobado en temas de primordial importancia, entre otros: el fracaso de la estrategia de seguridad pública, la violencia aumenta y el crimen organizado extiende su dominio a lo largo y ancho del territorio nacional; el caos en el sector salud, el desastre educativo, la corrupción rampante vinculada a Palacio Nacional, con impunidad selectiva garantizada.
Desde el inicio de su gestión, el propósito central de su gobierno ha sido consolidar su poder para prolongarlo más allá del término de su mandato. Ello requiere asegurar la victoria electoral de su candidata y su partido el 2 de junio, incluida la mayoría calificada en el Congreso, para poder modificar la Carta Magna a su antojo e implantar sin restricción alguna el “nuevo régimen” de la 4T.
Concebido a imagen y semejanza de la “dictadura perfecta”, el nuevo régimen pejista pretende instaurar una autocracia constitucional sustentada en un Supremo Poder Ejecutivo que domine a los poderes legislativo y judicial, centralice toda la autoridad del Estado y elimine los organismos autónomos que pudieran representar un contrapeso o supervisión de su poder omnímodo en materia electoral, transparencia y protección de datos personales, evaluación educativa, competencia económica, política energética o derechos humanos.
La nueva hegemonía de Morena implantaría una tiranía de la mayoría, es decir, un pluralismo acotado y condenado a permanecer como minoría. Se trata de imponer una democracia de fachada o un autoritarismo electivo. El “nuevo régimen” de la 4T implicaría una regresión política de medio siglo.
Dos semanas antes de la toma de posesión de López Obrador, publiqué un artículo en este espacio en que alertaba sobre la posibilidad de que el presidente tabasqueño traicionara a la democracia representativa que lo llevó al poder. Al releerlo, yo mismo me asombré de que, lamentablemente, la mayoría de mis temores se han consumado. (Cambio de régimen: ¿Hacia dónde?, Aristegui Noticias, 12/XI/2018).
Hay uno que aun no se concreta, pero que un análisis prospectivo no puede descartar: la posibilidad de que el autócrata pretenda reelegirse o prolongar su mandato, no en 2024, acaso sí en 2030 o incluso antes. Así lo han hecho todos sus contemporáneos populistas de América Latina y otras latitudes. El principal obstáculo para lograrlo es la imposibilidad actual de modificar el artículo 83 constitucional, pero ese impedimento podría eludirse en el caso de una victoria de su candidata aunada a una mayoría calificada en el Congreso.
¿Por qué quiere imponer un presidencialismo autoritario inédito en el pasado reciente del país si él ya no va a ocupar el cargo? Para no extenderme demasiado, analizaré el tema en mi próxima colaboración. Por lo pronto sólo quiero enfatizar la trascendencia histórica de las elecciones del próximo 2 de junio y la responsabilidad de todos los ciudadanos de acudir a votar para evitar el derrumbe de la democracia mexicana.